Rohmer Samuel Rivera Moreno
A manera de
exordio es menester y pertinente sostener que la ciencia política actual debe
basarse y fundamentarse sobremanera en investigaciones de carácter empírico
provenientes de la psicología política, la sociología electoral y los estudios
de opinión pública, para así determinar y comprender con rigurosidad el conjunto
de cambios que, incesante e inacabadamente, experimenta la cultura política
venezolana en cuanto a los valores (como elemento axiológico) que definen, caracterizan
y condicionan las inclinaciones o preferencias políticas de los distintos
estratos socioeconómicos, sobre todo las concernientes a los sectores
populares, en los procesos electorales.
En este sentido,
el abordaje y análisis sistemático y exhaustivo, bajo parámetros politológicos
y psico-sociológicos, en torno al conjunto de concepciones, valoraciones y
modos de asumir la política y lo político por parte de los ciudadanos, en base
a la posición económica que éstos ocupan en la estructura social, constituye un
aporte valiosísimo y fructífero para comprender y dilucidar con mayor
exhaustividad las relaciones, fenómenos y procesos político-electorales que
puedan suscitarse en un espacio y tiempo determinados (ya sea nacional, local o
regional).
Debido a la
coyuntura política venezolana actual, en la cual frecuentan los procesos
electorales (como modo de legitimación del liderazgo mesiánico popular
acentuado por Hugo Chávez, en términos del profesor Ramos Jiménez, 2009) es
perentorio conocer y precisar -por denotarlo de algún modo- cuáles son los
valores y los principios con que se sienten identificados los estratos
socioeconómicos más preponderantes en la sociedad venezolana, al momento de
respaldar a ciertas candidaturas u opciones políticas con posibilidades reales
de triunfo en el país –fundamentalmente, definidas por el chavismo (“Gran Polo
Patriótico”) y la “Mesa de la Unidad Democrática” (MUD)-.
Por ello, el
énfasis y la priorización sobre los elementos axiológicos o valorativos que se
ponen de manifiesto en los procesos electorales resultan de vital relevancia
para orientar las estrategias y discursos de campaña de los candidatos en
función de alcanzar el triunfo que les permita acceder, conquistar o consolidar
el poder político – en términos weberianos-; por lo cual la identificación o
asociación de la campaña electoral de un candidato con los valores que definen
a los sectores populares venezolanos provocaría un amplio y significativo
respaldo de éstos hacia aquel.
En suma, el modo
con el que se comprendan las peculiaridades político-culturales en el seno de
nuestra estructura social resulta determinante para lograr capitalizar
políticamente los respaldos de los actores, grupos y sectores sociales más
predominantes de la sociedad venezolana.
Así pues, aquellos que ignoren las peculiaridades socioculturales que
configuran tanto los rasgos institucionales como lo extra-institucionales
definitorios de nuestro campo político están condenados a no concretar sus
expectativas planteadas en términos de poder.
En sí, la
elaboración de encuestas y sondeos de opinión pública representan instrumentos
o herramientas necesarios en virtud de los cuales pueden establecerse
aproximativamente el conjunto de valores que caracterizan las actitudes y
conductas políticas que se ponen de relieve en los procesos electorales en un
momento dado; de manera que, éstos a través de un rigor “numerológico”,
estadístico o matemático acompañado de ciertos elementos heurísticos de tipo
sociológico nos permiten determinar qué valores (políticos) están asociados con
los sectores populares en Venezuela, y de qué modo éstos son condicionados por
ciertas prácticas políticas clientelares. No obstante, desde la ciencia política no debe
excederse en lo meramente cuantitativo, sino priorizar lo que realmente
responde a su esencia: lo cualitativo, lo heurístico y lo interpretativo, que
se define en términos de la sociología comprensiva weberiana como “verstehen”.
En definitiva,
si la política –entre otras acepciones- constituye una actividad o dimensión
humana definida por los valores, principios y pasiones de los individuos en
relación al ejercicio del poder y la toma de decisiones, entonces la ciencia política
debe encargarse de estudiar acuciosamente las actitudes, sentimientos,
concepciones y valores que los individuos, en tanto agentes sociales, poseen en
relación a la política, lo político y las políticas, estructuradas por los
procesos de socialización política (cultura política) con el propósito de
determinar sus objetivos, gustos, preferencias, etcétera.
El
Estudio de lo Axiológico Político a partir de la Sociología Electoral, la Psicología
Política y la Opinión Pública
La sociología electoral,
ante todo, constituye una subdisciplina de la ciencia política cuyo objeto de
estudio se define a través de los fenómenos y prácticas relacionados con la
participación de los actores y los grupos sociales en los procesos de
designación de los principales cargos de representación política en una
sociedad determinada, por lo cual la misma contribuye indudablemente en la
comprensión exhaustiva del comportamiento electoral, es decir, de las motivaciones
o predisposiciones que llevan o impulsan a los ciudadanos a respaldar una
candidatura u “opción política” determinada. A su vez, esta subdisciplina
politológica tiene como propósito determinar de qué manera se distribuyen
geográficamente ciertas actitudes políticas en una sociedad y cómo éstas son
condicionadas por otros factores de índole institucional y extrainstitucional:
lo económico, lo cultural, lo medioambiental, entre otros (Cot y Mounier, 1978).
Por otra parte,
la psicología política se ocupa de estudiar y analizar, metódica y
sistemáticamente, la incidencia o los efectos que generan los fenómenos,
procesos y estructuras de dominación social (relaciones de poder) en la “psique
colectiva” y, a su vez, en el comportamiento individual. Por tal motivo, las
investigaciones enmarcadas bajo esta orientación están dirigidas a determinar
cuáles son las motivaciones internas que llevan a una persona a involucrarse en
los procesos electorales y a apoyar a algún partido político o liderazgo, en
particular.
Asimismo, la opinión
pública como disciplina esencialmente transdisciplinaria, consistente en la
intersección entre la comunicación social, la ciencia política, la sociología y
la psicología social, se basa en investigaciones o estudios cuantitativos, que
tienen como ratio determinar el
conjunto de concepciones y posturas condicionado fundamentalmente por lo
mass-mediático en torno a lo político, lo económico, lo cultural, entre otros
aspectos, que tienden a prevalecer en la colectividad en un tiempo determinado.
Por ello, esta disciplina muy idóneamente puede interpretar y captar las
inclinaciones, posturas o valoraciones predominantes con respecto a ciertos y
determinados acontecimientos suscitados en el entorno social, en función de que
las agencias gubernativas se encarguen de implementar políticas públicas que se
adapten a las tendencias definidas por la opinión pública con el propósito de
aumentar su legitimidad de hecho.
En este sentido,
y por ello, actualmente se ha plasmado un gran interés hacia “la cuestión de la
función y los poderes de la opinión pública en la sociedad, los medios con los
que puede modificarse o controlarse, y la relativa importancia de los factores emocional e
intelectual en su formulación” (Binkley citado por Price, 1994: 30).
La
Cultura Política como Construcción Teorética
En la
actualidad, los análisis e investigaciones orientados hacia la comprensión de
los valores, actitudes y cosmovisiones políticas en una sociedad y momento determinadas
otorgan una gran pertinencia al conjunto de manifestaciones psicológicas y
subjetivas que poseen los individuos en torno a la política y que, de algún
modo u otro, definen sus acciones en las relaciones sociales insertas en dicha
esfera, en términos de Lucian Pye (citada por Madueño, 1999). Es decir, es
menester asumir la política y lo político de acuerdo con las tendencias e
inclinaciones de significación social de cada uno de los actores que conforman el
marco de la estructura social y que, de algún modo, inciden en el sistema
político.
Asimismo, de acuerdo con Gabriel
Almond la cultura política puede conceptuarse como el “espíritu, estado o
conjunto de valores (conciencia colectiva) que implican la dirección o guía de
símbolos de la política de la nación o de grupos que conforman la nación”
(Ibíd.: 25). Es decir, hace referencia al cúmulo de valores que define y guía
la acción política de los agentes sociales en un espacio y tiempo determinados.
En este sentido, la cultura política
comprende a las distintas concepciones o percepciones en torno a las
instituciones políticas y, muy especialmente, a las estructuras gubernamentales
y, al mismo tiempo, a las acciones tanto individuales como colectivas
orientadas a incidir e influenciar el proceso de toma de decisiones en la
esfera pública.
Por ello, puede tomarse como
referencia la magistral definición dada por el profesor Luis Madueño (1999:46),
en la cual sostiene que la cultura política es “el conjunto de actividades,
creencias y sentimientos que ordenan y dan significados a un proceso político y
que proporcionan los supuestos y normas fundamentales que gobiernan el
comportamiento del sistema político”.
En este orden de cosas, Lagroye aduce
que la cultura política es “el producto
de un mecanismo de regulación de conductas políticas que inculcan en los
individuos actitudes fundamentales forjadas por la historia y los lleva a
compartir más allá de sus diferencias de opinión, creencias, comunes sobre la
mejor forma de organización social” (Ibíd.: 50).
En sí, para lograr la aprehensión y
comprensión idónea y acertada sobre la
cultura política bajo el esquema sociológico weberiano es menester: a) identificar el sentido o significado
de las acciones tal cual como fueron establecidas por los actores sociales y b) reconocer el contexto histórico y
sentido de pertenencia de la acción y en
el que produce significado.
Ahora bien, en base a lo que se ha
dilucidado anteriormente puede agregarse que existen distintas categorías de
culturas políticas planteadas por Lagroye que, bajo una perspectiva política
comparada, son de suma importancia para determinar qué características o rasgos
se adaptan a los distintos sistemas políticos y qué diferencias o semejanzas
existen entre ellos en cuanto a esa dimensión. Las culturas políticas,
siguiendo las pautas o líneas de investigación de Lagroye, pueden presentarse
como una cultura consensual o una cultura política polarizada que, a su vez, se
bifurca en culturas políticas polarizadas radical y de disensión.
Como tal, la cultura consensual es
aquella en la cual los miembros de la sociedad comparten los mismos valores e
ideales, por lo cual hay mayor propensión a la negociación y reformas; por otra
parte, la cultura política polarizada hace referencia a aquella en la cual los
miembros de la sociedad poseen posturas y perspectivas irreconciliables, entre
ella destacamos:
Una cultura política polarizada radical,
que se refiere a un conjunto de valores y conductas sociales que no dan cabida
al diálogo y a la concertación como el mejor mecanismo para solucionar los
diversos problemas colectivos, entiende y concibe a la política in nuce como una relación específica
amigo-enemigo (Carl Schmitt); y una cultura política de disensión, en la cual
la política se percibe como una relación existente entre adversarios, más no de
tipo existencial entre amigos y enemigos; es decir, de carácter agonística.
Dimensiones de la Cultura Política
De acuerdo con una fundamentación en la
sociología giddensiana, Madueño (1999) expone que la cultura política puede
definirse sobre la base de las siguientes dimensiones: a) el volumen, que se
refiere al número de personas que está de acuerdo con los fundamentos y
nociones básicos (valores y creencias más o menos compartidas) que conforman el
sistema político; b) el grado, que implica la intensidad o
incorporación de elementos axiológicos o valores a la conciencia política
colectiva; c) la rigidez, referida al nivel en que se define la cultura política,
es decir, la capacidad de adaptación, aceptación y promoción de cambios dentro
del sistema político (tolerancia e intolerancia políticas); y d) la
composición, que se entiende como los sustratos y subculturas que componen
y constituyen las familias políticas (partidos políticos, sindicatos, grupos de
presión, etc.).
Componentes de la Cultura Política
De acuerdo con Patrick Lecomte y Bernard
Denni, los componentes de la cultura política pueden definirse como el conjunto
de orientaciones que estructuran y conforman el ámbito interno de las
relaciones y procesos políticos inmersos en una dimensión cultural, entre ellos
se hallan: el componente afectivo, componente cognitivo y componente
comportamental (Ibídem).
En este orden de
ideas, el componente afectivo hace referencia a las reacciones emocionales que
poseen y desarrollan los actores sociales al interactuar con el sistema
político; el componente cognitivo, por su parte, define
las imágenes y visiones que estos diseñan en torno al sistema político,
es el modo en el cual interpretan al sistema político mismo; y el componente
comportamental que se define como el conjunto de actitudes o acciones políticas
que emprenden los actores sociales dentro del sistema político.
Asimismo, y de un modo bastante similar,
Almond y Verba (citado por Madueño, 1999) tomando en consideración el sistema
AGIL de la sociología de Talcott Parsons efectúan una distinción entre tres
componentes: a) Orientación cognitiva,
referida al conjunto de conocimientos y creencias en relación al sistema
político; b) orientación afectiva,
referida a los sentimientos hacia el sistema político; y, por último, c) la
orientación evaluativa,
representada por los juicios, opiniones y valoraciones sobre el sistema
político.
Estructuración de una “Nueva Cultura Política” en Venezuela desde 1998 hasta la actualidad
La instrumentación de mecanismos
mesiánicos de defensa frente a la incertidumbre y desesperanza que subyacían en
el sentido común de la ciudadanía originó como resultado en 1998 el debilitamiento
de la institucionalidad política y la sedimentación de la cultura política en
el marco societal venezolano -por denotarlo de algún modo-. Es decir, la
fosilización de las instituciones sociales -en sus múltiples dimensiones- y el
consiguiente afianzamiento de determinadas tendencias anómicas derivadas del
resquebrajamiento del código moral colectivo en la sociedad venezolana ha
repercutido significativamente sobre la personalización, la informalización y
la espectacularización políticas, en un panorama de ardua crisis sociopolítica,
en el cual las demandas sociales rebasaron la capacidad de respuesta
institucional del entramado estatal y de las instancias de la sociedad política
(partidos) –en términos de representatividad política y social-, dando como
resultado una manifestación antipolítica que Ulrich Beck aborda en términos de
sub-política, considerando el “renacimiento no institucional de la política”,
bajo la peculiaridad en el caso venezolano de un “nuevo comienzo” o un
“escenario triunfalista” encarnado por un líder carismático y quiliástico con pretensiones
de “redención social”, en tanto “tribuno telegénico” (Rivas Leone, 2008;
Perelli, 1995; Ramos Jiménez, 2002; Madueño, 2002).
Por tal motivo, ciertamente, el abandono
de la idea de profundización o mejoramiento de la democracia en el sistema
político venezolano, por parte de los gobiernos “puntofijistas”, fue lo que en
sí provocó el ascenso y surgimiento de
posturas antipolíticas en la sociedad, por parte de los ciudadanos, que de
cierto modo fomentaron y alentaron la génesis de un liderazgo carismático y
personalista que empezaría a vulnerar el sistema democrático venezolano basado
en la lógica de la política institucional (en términos de Michael Oakeshott,
1998).
En este sentido, de acuerdo con Rivas
Leone y Caraballo, L (2011) y Madueño (1999) el colapso del sistema
bipartidista, a fines de los años noventa del siglo pasado, puso de relieve la
pérdida en la capacidad de convocatoria de los partidos políticos producida por la incapacidad de éstos en
traducir los intereses y expectativas de los ciudadanos o, expresado de mejor
modo, en canalizar las demandas desde la sociedad civil al Estado; por lo tanto
se hizo evidente unas crisis de representación y legitimidad de las
organizaciones partidistas.
Además de ello, los partidos políticos
no fueron capaces de traducir, interpretar y canalizar los nuevos hábitos de
participación que estaban emergiendo y, por tanto, de crear nuevos canales o
mecanismos institucionales de participación que no se limitasen, única y
exclusivamente, a lo electoral (cada cinco años). Es decir, los partidos
políticos no pudieron asumir posturas cónsonas a las nuevas prácticas de acción
política, ya que mantuvieron una práctica bastante restrictiva, pues concebían
la participación política electoral ritualizada como el único mecanismo válido
de participación (Madueño, 1999).
De manera que, la crisis de
representación, legitimidad y participación políticas generada por la
sobrecarga de demandas e ineficiencia por parte de las clases políticas en dar
respuesta a las mismas fue el causante de una redefinición de la cultura
política y un nuevo “status de la política” que se hizo patente a través de la
fusión o cohesión entre el Estado y la articulación social desde una figura
populista.
Ahora bien, para comprender la
configuración de la cultura política venezolana, a lo largo de su historia
republicana, es necesario determinar qué elementos son los que la han definido
y en qué medida han incidido en la estructuración de un nuevo “status
político”. A saber:
(*) La biografía histórica
de Venezuela influenciada básicamente por liderazgos caudillescos.
(*) Rasgos o etiquetas
similares o que se solapan con los de la
fe religiosa, que se manifiesta a través de la llegada de un líder mesiánico
que reviste de esperanza e ilusión a las masas ante momentos de crisis.
(*) El auge y
solidificación de una cultura política que ha girado en torno a la “nueva
imagen de caudillo, el caudillo como benefactor, como distribuidor de
patronazgo” (Lynch citado por Madueño, 1999), en la cual “(…) se considera más
seguro aceptar la promesa personal de un caudillo que los anónimos
ofrecimientos institucionales” (Ibídem).
Es conveniente
expresar, que el rechazo y el desconocimiento hacia las instituciones políticas
y actores políticos tradicionales puede elucidarse a través de los siguientes
aspectos:
(*) La crisis de una élite
política que no supo interpretar y ajustarse a las demandas y necesidades
sociales prevalecientes para una época sobre todo marcada por los altísimos
índices de marginalidad y pobreza; por lo cual, puede sostenerse, que las
clases políticas de entonces se encargaron de tratar los asuntos públicos con
suma trivialidad y banalidad.
(*) El vaciamiento del
contenido de la política expresado por medio de la rigidez en los mecanismos de
acción política o fondos tradicionales de hacer política que en sí provocó un
gran cuestionamiento y rechazo hacia el sistema político, la revalorización
negativa hacia el régimen político y el acercamiento a formas fanáticas y
mesiánicas de liderazgo político.
(*) La resocialización
política y la configuración de nuevas estructuras de mentalidad política
(nuevos universos políticos) por parte de tres acontecimientos que provocaron
la huída del individuo de las estructuras políticas tradicionales, dando origen
así a nuevas pautas o esquemas de acción política: el 27 y 28 de febrero de
1989 (revuelta popular), el 04 de febrero y el 27 de noviembre de 1992
(intentos de Golpe de Estado).
Siguiendo la secuencia en el discurso,
los aspectos mencionados anteriormente constituyeron la conditio sine qua non por la cual surge un liderazgo “outsider”,
inicialmente “antisistema”, “antipartidos” y “antipolítico” (Rivas Leone, 2003),
cuya retórica estaría orientada hacia la redefinición y exaltación de los
gobierno de los hombres en vez de las instituciones (gobierno de las leyes, desde
la perspectiva de Norberto Bobbio, 2001), respondiendo esta perspectiva a la política de la fe –en palabras de
Michael Oakeshott, 1998-; que además, apelaría a la construcción de nuevos
liderazgos que concebirían a la democracia como una relación vitalista o
existencial.
Por ello, en palabras excepcionales del
profesor Luis Madueño (1999: 130), lo que caracterizaría desde sus inicios como
presidente a Hugo Chávez sería “un gobierno apuntalado más por sentimientos de
revancha profundos y arraigados, albergando el desconocimiento de los
procedimientos, [haciendo] de las decisiones proclamas instantáneas mediante
discursos incendiados de jerga antisistema, encargados más en destruir
fantasmas del pasado que enfrentar la incertidumbre del futuro”.
El Clientelismo Político como Configurador de la
Cultura Política y el Comportamiento Político-Electoral
De antemano, el clientelismo político
constituye un fenómeno sumamente recurrente y habitual en las culturas
políticas latinoamericanas, que implica un conjunto de prácticas y relaciones
establecidas por la clase política o los políticos de profesión a través del
empleo de recursos públicos de que disponen, con los que proporcionan ciertas
dádivas u obsequios a una población determinada, con el propósito de consolidar
o acceder al poder (Romero & Romero, 2005).
Lo que ha venido manifestándose a lo
largo de nuestra historia contemporánea, especialmente tras la aparición del
petróleo, es la profundización de relaciones clientelares en el país,
intrínsecamente vinculadas con el “paradigma de la abundancia”, que
como tal hace referencia a una percepción generalizada por parte de los actores
sociales y políticos de que los recursos naturales y económicos son
“ilimitados” y que, por tanto, pueden ser empleados desmedida e irracionalmente
por parte de las estructuras de gobierno mediante políticas redistributivas
(Capriles, A., 2011).
Por
tal motivo, en Venezuela desde el punto de vista político ha habido una
tendencia de parte de los gobiernos en darle prioridad a fortalecer un Estado
(cada vez más) paternalista, cuyas acciones estén orientadas a proveer a los
distintos sectores de la sociedad (especialmente a los sectores populares) los
recursos elementales para su subsistencia, con el fin de aumentar su respaldo y
apoyo por parte de estos sectores mayoritarios del cuerpo social. Así que,
quien trabaje bajo esta lógica clientelar y procure afianzarla, como
consecuencia, obtendrá más apoyo, aceptación y, por ende, legitimidad por parte
de los grupos sociales más predominantes y valiosos en términos electorales.
De manera que, el comportamiento
electoral del venezolano ha sido altamente condicionado por el robustecimiento
de las relaciones políticas clientelares; así que, aquellas opciones políticas
que abiertamente propugnen el cese de estas prácticas lamentables para la
cultura cívica o la cultura democrática no tendrán ninguna posibilidad real de
alcanzar logros políticos relevantes y significantes en la realidad venezolana.
Asimismo, muchas veces, dicho comportamiento electoral refleja una prevalencia
de lo pasional o lo catéxico sobre lo racional.
En sí, este punto de vista puede
fundamentarse y apoyarse en el concepto de “don populista” que expone
sugerentemente la historiadora y politóloga Ruth Capriles como “un conjunto de
conductas regidas inicialmente por una ética pública basada en la abundancia
(…)”, en la que “el funcionario en su posición pública tiene la obligación de
dar, y el recipiente del beneficio adquiere la obligación de reciprocar en
valores de adhesión y participación en el sistema democrático. Están presentes
las tres obligaciones del sistema de prestaciones totales: dar, recibir y
pagar” (Capriles, A., 2011).
En términos concretos, puede aducirse in
nuce que la configuración de la cultura política y el comportamiento electoral
por parte de las relaciones clientelares puede reafirmarse a través de lo
elucidado por el psicólogo social Axel Capriles y la politóloga Ruth Capriles, en
los siguientes términos: “(…) el don populista está en el origen de
toda representación política y conforma una ética pública que articula y
engrana el sistema político venezolano” (Ibíd.: 103. Cursivas y negritas mías). A su vez, Axel Capriles
afirma muy concisamente que “la dádiva no sólo obliga a la reciprocidad y crea
lazos de dependencia clientelar, sino que sustituye la lucha y anula el sentido
de búsqueda de riqueza” (Ibídem: 108) y, muy especialmente, resquebraja y
vulnera los rasgos esenciales de una cultura genuinamente cívica, en la cual
los diversos actores sociales que se desenvuelven en los distintos campos de la
realidad social asuman sus roles respectivos, satisfactoriamente, en términos
de responsabilidad pública, autonomía, libertad e igualdad política.
Fuentes
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