martes, 16 de marzo de 2021

 

 
Aun cuando la sociedad venezolana se ha gestado en función de una modernidad mestiza, caracterizada por la hibridación cultural y étnica de los más diversos grupos humanos, existen ciertos rasgos socioantropológicos que ponen de manifiesto -tal como lo indica el Dr. Roberto Briceño-León- una tendencia de racismo vergonzoso de la cual no nos agrada hablar. Desde luego, tales tendencias agudizan ciertas expresiones y prejuicios que conllevan a la discriminación social, a la reducción del otro en términos de marginalidad, incluso perfilándose asertos según los cuales estos venezolanos se contraponen radicalmente a la concepción desiderativa e idealizada de la venezolanidad. ¿Le llamaste “veneco” a algún conciudadano, o al menos lo consideraste?

          Concomitantemente a esos rasgos de racismo vergonzoso, hay elementos de clasismo que son configurados por los estereotipos construidos en función de la raza. Por favor no se interprete esta elucidación de modo determinista, pues, simple y lisamente, constituye un tipo ideal (en términos sociológico-weberianos) que nos permite aproximarnos a la realidad social.

En este orden de ideas, para nadie es un secreto que las manifestaciones de clasismo que se ponen de relieve en el orden interaccional cotidiano, se hallan ostensiblemente condicionadas por ciertos estereotipos y prejuicios con connotación racial, habida cuenta de que es menester comprender cuáles han sido las correlaciones entre grupo étnico y raza y sus posiciones a nivel de la estratificación social de la población venezolana. Y fíjese, querido lector, ello tiene su fundamentación hermenéutica. Si revisamos el grandioso texto de “Los laberintos de los tres minotauros” del Dr. José Manuel Briceño Guerrero, podremos colegir que las cosmovisiones atinentes al discurso mantuano (sí, nos remite al periodo colonial y a las ideas de las élites del poder de entonces), que preconizaban la necesidad de blanquear la sociedad y la cultura, se encuentran profundamente inveteradas en nuestra psique colectiva no sólo expresándose de manera consciente, sino también en lo inconsciente (en términos psicodinámicos). 

Conviene a este respecto recordar: cómo bajo estas formas de exclusión y discriminación sociales se gesta el clivaje fundamentado en la dicotomía Civilización versus Barbarie (Domingo Faustino Sarmiendo "dixit"), donde la civilización es viable si, y sólo si, se adoptan los patrones epistémicos propios del euroccidentalismo, quedando la barbarie representada por la otredad inherente a las culturas de los pueblos indígenas, la negritud y lo mestizo, concebidas como óbices para el desarrollo de nuestras sociedades latinoamericanas. He allí la insistencia del proyecto político positivista venezolano, a inicios y a mediados del siglo XX, en fomentar y promover la migración europea a nuestro territorio, pues bajo tal perspectiva se consideraba a la sociedad venezolana como culturalmente atrasada. Este era el pretexto al cual se recurría desde el positivismo para justificar al autoritarismo como forma de ejercer el poder político.

Ahora bien, ¿acaso usted no ha escuchado frases tales como “hay que mejorar la raza”? Dicho sea de paso, enunciadas por personas de tez oscura. Y sí así lo desea, puede recurrir a la negación como mecanismo de defensa del yo, aludiendo a que se trata de un chiste, una jocosidad o un “chalequeo propiamente venezolano” (porque somos “jodedores” y qué le vamos a hacer). Empero no olvidemos el trasfondo psicoanalítico de los chistes, en tanto enmascaramiento de ciertos prejuicios o ideas provenientes del “ello” freudiano.

En este sentido, a partir de tales representaciones sociales se configuran diversas formas de ser, pensar, actuar y sentir de acuerdo con el estrato socioeconómico en el que se ubica el sujeto, aunado a su acervo cultural adquirido; lo cual es definido sociológicamente por Pierre Bourdieu a través de la categoría de “habitus”. Así, son las diferencias existentes en términos de “habitus” las que pueden explicar en parte las diferencias, conflictos y tensiones que surgen entre los mismos venezolanos en su cotidianidad como sujetos migrantes. Sobre todo, cuando hay una identificación in secula seculorum con la clase media -aun cuando no haya condiciones materiales que ubiquen a la mayoría de migrantes venezolanos en esa posición social, ya que muchísimos viven en condiciones de pobreza-. No olvidemos que esas formas de leer el mundo social fueron condicionadas por la coyuntura de bonanza petrolera, donde muchos consideraban que “tenían a Dios agarrado por la chiva”, puesto que “Venezuela es un país rico y petrolero”.

En definitiva, son los elementos de distinción -como diría Bourdieu- los que pautan nuestros esquemas de socialización en la cotidianidad, son esos esquemas los que nos predisponen a distanciarnos o aproximarnos a determinados grupos sociales y personas. Que algunos etiqueten despectivamente al otro de acuerdo con sus maneras de hablar, vestirse, comportarse, caminar, entre otros, tiene su explicación sociológica, estimado lector: “habitus” y “distinción”. Y ello puede notarse entre venezolanos ya sea en Perú, Colombia, Venezuela, Chile o donde fuere.

 

miércoles, 3 de marzo de 2021

Platón y la alegoría de las nuevas tecnologías. | untoquedefrescura 

 

INTRODUCCIÓN

La constitución del saber filosófico constituye la base gnoseológica y epistemológica desde la cual se cimienta la estructuración de las ciencias modernas y sus respectivas lógicas de sentido en torno al mundo-de-la-vida, cuyo principal interés ha gravitado en conferirle al hombre un rol estelar en la comprensión de los diversos fenómenos que circundan su entorno social y condicionan su existencia y devenir histórico. Lo cual, indubitablemente, remite a las diversas iniciativas que desde la Antigüedad han emergido para desmitificar todos aquellos conocimientos en torno a la realidad, sobre todo limitados a lo aparente, sin ir al escudriñamiento de lo esencial y lo sustancial de las cosas. 

lunes, 1 de marzo de 2021



INTRODUCCIÓN

A guisa de exordio es fundamental resaltar que ninguna conceptualización en torno al patrimonio cultural debe fundamentarse en una visión unívoca, estática y universalista, habida cuenta de que cada grupo social, en función de sus capacidades de apropiación del capital cultural (que están determinadas por una escala económica y educacional, de acuerdo con la teoría de la reproducción cultural), constituye y moldea sus rasgos peculiares de distinción, los cuales dan cuenta acerca de sus patrones de consumo de determinados bienes culturales, poniéndose de relieve así la condición de heterogeneidad y desigualdad en lo atinente a la apropiación de los bienes en el campo cultural y simbólico (Prats, 1996; Bourdieu, 1998; Bourdieu, 2000).  Por ello, el patrimonio cultural, en tanto correlato de la memoria histórica, alude al acervo de bienes tangibles e intangibles socialmente transmisible intergeneracionalmente, de los que se vale una determinada colectividad para afrontar determinados problemas, proyectar sus aspiraciones y metas, así como también crearse y recrearse en conformidad con las particularidades contextuales en las que se halla inmersa (Bonfil Batalla, 1997; Molina, 2007).

            Entretanto, el esbozo del patrimonio cultural y natural, su tipología y formas de preservación se concibe pertinente para que haya un mejor manejo de los asuntos inherentes a la gestión cultural, en razón de la cual resulte factible un diseño de políticas públicas tendientes a la preservación y resguardo de todos aquellos bienes simbólicos y materiales que cimientan la conciencia colectiva de los grupos sociales, pues tal condición garantiza la cohesión y la integración de los más diversos actores y sectores de la sociedad (Durkheim, 1985). En sí, la salvaguarda de este patrimonio es una conditio sine qua non para afianzar el legado cultural e histórico-social de las generaciones pretéritas y transformarlo en función de nuestras necesidades. 

 

PATRIMONIO CULTURAL Y PATRIMONIO NATURAL: CONCEPTOS Y TIPOLOGÍAS

El patrimonio cultural puede definirse como el conjunto de bienes, prácticas y mentalidades colectivas en el que se fundamenta la solidaridad orgánica o mecánica (en términos sociológico-durkheimianos) de una sociedad determinada, a partir de ciertos rasgos identitarios que pautan el sentido de pertenencia de sus miembros, por medio de los cuales se rige la acción social fundante de la vida cotidiana. Así pues, el patrimonio constituye el acervo cultural, social e históricamente construido por determinados sectores de la sociedad, para atribuirles sentido y conferirles legitimidad a ciertas representaciones colectivas que estructuran, organizan y simbolizan la vida social (García Canclini, 1999).

En este sentido, el patrimonio cultural se clasifica en: a) patrimonio tangible mueble, referido al conjunto de objetos, recursos y artefactos históricos, artísticos, tecnológicos, religiosos, etnográficos y arqueológicos que resultan relevantes en tanto simbolizan la vida social y cristalizan la identidad cultural de un grupo humano determinado (verbi gratia: obras de arte, libros, manuscritos, fotografías, artesanías, etc.); b) patrimonio tangible inmueble, alusivo al cúmulo de lugares, edificaciones o monumentos de significación para la convivialidad y que son reconocidos como relevantes en distintos órdenes tales como: el científico, el tecnológico, el arqueológico, el etnológico, el histórico, el educativo, entre otros (verbi gratia: sitios arqueológicos e históricos, paisajes culturales, conjuntos arquitectónicos, etc.); c) patrimonio intangible, definido como el conjunto de sistemas de creencias, saberes, hábitos, rasgos afectivos, costumbres y puntos de vista de las gentes, que confieren de sentido a un entorno social dado (Herskovits,1952), destacándose el lenguaje, los cultos religiosos, la música, la costumbre, los mitos, entre otros.

            Por otra parte, el patrimonio natural puede definirse como el conjunto de elementos, recursos y paisajes que integran la flora y la fauna de un determinado ecosistema; patrimonio que resulta relevante para la significación y resignificación de los vínculos afectivos de los individuos en relación con su territorio. En fin, este patrimonio está constituido por los monumentos naturales, los parques nacionales, las reservas de la biósfera, entre otras formaciones físicas y biológicas, y geológicas y fisiográficas de valor nacional o internacional excepcional (UNESCO, 2014).

 

BIENES CULTURALES: REQUISITOS PARA SER DECLARADOS COMO PATRIMONIO CULTURAL DE LA HUMANIDAD

Los bienes culturales pueden conceptualizarse como “las formas culturales tangibles o intangibles que cada sociedad ha creado, transformado, reutilizado, y también las que está creando en una época determinada” (Vargas-Arenas y Sanoja, 2013: 111). Estos bienes (formas de comportamiento, lengua, utensilios, edificaciones, sistemas de creencias, culinaria, espacios vividos…) para ser declarados como patrimonio cultural de la humanidad deben ser únicos, irremplazables y auténticos; y aunado a ello, deben representar una obra maestra de la creación humana, dar testimonio de intercambio de influencias en un área cultural y periodo determinado, proporcionar un testimonio excepcional en torno a una tradición cultural, representar un estilo de construcción o paisaje característico de un periodo significativo de la historia de la humanidad, constituir un diáfano ejemplo de establecimiento humano representativo de una cultura, y, finalmente, estar relacionado con creencias, tradiciones vivientes u obras extraordinarias (López, 2002).

 

PRESERVACIÓN DE LOS PATRIMONIOS CULTURALES Y NATURALES

Con respecto a la preservación de los patrimonios culturales y naturales, se concibe pertinente traer a colación que existen tres tipos de actitudes frente al patrimonio, a saber: a) de activismo social, en el cual los agentes involucrados se incardinan en los procesos de toma de decisiones políticas respecto de la cuestión cultural, participando palmariamente en su resguardo, salvaguarda y custodia, lo cual pone de relieve un marcado sentido de pertenencia con relación a su entorno social y natural, intrínsecamente relacionado con una actitud de empoderamiento; b) de desafección hacia lo público, lo cual se expresa a través de sentimientos de apatía, desinterés y desapego con respecto a las condiciones de los bienes culturales y naturales de su entorno social circundante; y, finalmente, c) de una actitud intermedia entre el activismo social y el desapego hacia lo público, consistente en un compromiso desprovisto de participación social efectiva o, expresado en otros términos, de compromiso verbal que no se sustancia en praxis social (Clarac, 1992).

Siendo esto así, para la preservación de los patrimonios culturales y naturales es menester coadyuvar con la generación de disposiciones actitudinales y comportamentales marcadas por un sentido de pertenencia respecto de los elementos materiales y simbólicos definitorios de la cultura de los grupos sociales de pertenencia, desde una pedagogía cívico-democrática, que propicie y suscite una concienciación antropológica y ecológica en torno a las relaciones sociales en los diversos ámbitos de la acción comunicativa (Leff, 2004; Habermas, 2002). Por ende, para la preservación y la salvaguarda de los patrimonios públicos y naturales es neurálgico que se afiancen vínculos de capital social que permitan la sinergia entre el Estado, el mercado y la sociedad civil, bajo los preceptos paradigmáticos de la Nueva Gobernanza (Aguilar, 2010), para tomar decisiones en materia de política cultural que privilegien el interés general o el bien común.

En términos reflexivos, ello pudiese materializarse mediante la práctica de una pedagogía de la sensibilidad centrada en las necesidades e intereses del sujeto en función de lo patémico (Hernández Carmona, 2014; Greimas y Fontanille, 2002), que propenda a la formación de un sujeto cívico-educativo sobre la base de un forjamiento caracterológico biófilo y ecosófico, en virtud del cual éste pueda lograr conocerse, reconocerse y cuidarse a sí mismo en su talidad a través del reconocimiento del otro (lo intersubjetivo y sus socialidades derivadas) y de lo otro (el espacio físico-natural donde se desarrolla la vida, es decir, lo ecosistémico, en el que se alojan los patrimonios culturales y naturales) en su alteridad irreductible (Fromm, 1964; Guattari, 1996; Gabilondo, 2009).  Lo clave respecto de la preservación, el cuidado y la revalorización de los patrimonios culturales y naturales, no puede ceñirse a la mera contemplación jurídico-positiva de determinados cánones, preceptos y máximas en materia cultural y medioambiental, a través de la Constitución y las leyes, sino considerando que su observancia sólo resultaría viable a través de una cultura cívica debidamente asimilada y practicada (González, 2007). Y dicha cultura cívica, en el marco de la conservación de los bienes culturales, debe mostrar a los hombres las raíces de la vida social, así como sus peculiaridades culturales, estimulándolos para la acción transformadora (Vargas-Arenas y Sanoja, 2013).

Lo cual es factible mediante una educación para el desarrollo sostenible que vaya más allá de los esquemas bancario-digestivos de la pedagogía performativa (Freire, 2008), en virtud de la cual el sujeto vincule su trasfondo experiencial-vivencial con las condiciones socioculturales, políticas, económicas y ecológicas de su entorno. Es decir, una pedagogía que facilite el aprendizaje significativo sobre lo cultural (Ausubel et al., 1983).

 

A GUISA DE CONCLUSIÓN

Desde una perspectiva crítica, es fundamental reflexionar en torno a las transmutaciones de las socialidades que rigen al mundo-de-la-vida, caracterizado recientemente por las inexorables hibridaciones que se acentúan a escala mundial en los diversos grupos humanos, sobre todo en un mundo social que se ha gestado como una aldea global cada vez más interconectada e interdependiente, pues el patrimonio cultural no puede ser abordado como una entelequia o un corpus petrificado que responde a una lógica de lo nacional, mientras circulan semiosis propias de una sociedad post-internacional, donde lo sustancial gira en torno a la transnacionalización (García Canclini, 1990; McLuhan y Powers, 1995; Beck, 1998). Por tal motivo, el patrimonio cultural constituye una problemática de interés general que demanda consigo la participación de la multiplicidad de actores sociales a través de formas de participación ciudadana cimentadas en el paradigma de la Nueva Gobernanza, en el que se dé cabida a la sinergia entre el Estado, el mercado y la sociedad civil (Aguilar, 2010).

En este sentido, en un contexto posmoderno, es menester redefinir críticamente al patrimonio cultural y sus usos sociales tomando en consideración las instancias semióticas emergentes en el ámbito de la industria cultural, sobre todo en una civilización del espectáculo, habida cuenta de que el diseño de políticas culturales ha de apegarse a constantes esfuerzos de resemantización de las prácticas sociales en un clima pautado por las dinámicas de la glocalización (García Canclini, 1999; Horkheimer y Adorno, 1998; Vargas Llosa, 2012). Por lo cual, en definitiva, es vital incluir las particularidades étnicas y simbólicas de las diversas culturas en función de una ecología de saberes (De Sousa, 2012) que propicie una educación intercultural cimentada en una democracia efectiva, cuya ratio essendi sea el reconocimiento del otro en todo su esplendor. 

 

FUENTES BIBLIOHEMEROGRÁFICAS CONSULTADAS

AGUILAR VILLANUEVA, Luis (2010). Gobernanza: El nuevo proceso de gobernar. México D.F: Fundación Friedrich Naumann para la Libertad.

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BONFIL BATALLA, G. (1997). “Nuestro patrimonio cultural: una laberinto de significados”, en FLORESCANO, E. (Coord.). El patrimonio cultural de México. México D.F: Consejo Nacional para la Cultura y las Artes / Fondo de Cultura Económica.

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DE SOUSA SANTOS, B. (2012). De las dualidades a las ecologías. La Paz: Red Boliviana de Mujeres Transformando la Economía (REMTE).

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GARCÍA CANCLINI, N. (1990). Culturas híbridas. Estrategias para entrar y salir de la modernidad. México D.F: Editorial Grijalbo. 

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GREIMAS, A. y FONTANILLE, J. (2002). Semiótica de las pasiones. De los estados de cosas a los estados de ánimo. Segunda edición. México D.F: Siglo Veintiuno Editores.

GUATTARI, F. (1996). Caosmosis. Buenos Aires: Manantial.

HABERMAS, J. (2002). Teoría de la acción comunicativa, I. Racionalidad de la acción y racionalización social. México D.F: Taurus.

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MCLUHAN, M. y POWERS, B. (1995). La aldea global: transformaciones en la vida y los medios de comunicación mundiales en el siglo XXI. Tercera edición. Barcelona, España: Editorial Gedisa.

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VARGAS-ARENAS, I. y SANOJA, M. (2013). Historia, identidad y poder. Segunda edición. Caracas: Editorial Galac.

VARGAS LLOSA, M. (2012). La civilización del espectáculo. Madrid: Alfaguara.

 

sábado, 27 de febrero de 2021

 


A guisa de exordio es menester destacar que para el abordaje del comportamiento humano, bajo una perspectiva compleja, holística y gestáltica (Morin, 2000; Martínez, 1996), resulta neurálgico concebir que el hombre constituye un ser social (o un zoon politikón en términos aristotélicos) que construye simbólicamente la realidad que le circunda sobre la base de unas relaciones de significación y sentido fundantes de su trasfondo experiencial-vivencial, el cual se halla condicionado por factores estructurales, funcionales, interaccionales e ideacionales -referido a los elementos inherentes al imaginario colectivo, los arquetipos y las representaciones sociales- (Sorokin, 1960; Berger y Luckmann, 1968). Así, lo clave consiste en comprender al hombre como un animal simbólico que construye su realidad social en un sentido fenomenológico, y que es condicionado por las dinámicas consustanciales a la estructura social (Cassirer, 1968; Giddens, 1995). Lo cual demanda consigo la dilucidación de los aspectos multidimensionales del comportamiento humano en función de fundamentaciones epistémicas de carácter inter/multi/transdisciplinario, en virtud de las cuales pueda comprenderse la totalidad social en concordancia con la configuración de sus diversos órdenes constitutivos. 

viernes, 19 de febrero de 2021

CULTURA

Una de las principales aportaciones del denominado padre de la ciencia antropológica, Edward Burnett Tylor, consiste en su definición conceptual de cultura, que debido a su significación y amplitud hermenéutica aún ejerce un influjo significativo en el campo de las ciencias sociales y humanas contemporáneas, concibiéndola como “aquel todo complejo que incluye el conocimiento, las creencias, el arte, la moral, el derecho, las costumbres y cualesquiera otros hábitos y capacidades adquiridos por el hombre en cuanto miembro de la sociedad” (Tylor, 1871 citado por Kahn, 1975: 29).

Por otra parte, puede argüirse que la cultura es aquella conducta humana condicionada e influenciada por estímulos externos, extrasomáticos y simbólicos; por lo tanto, a la “organización de fenómenos –actos (pautas de conducta), objetos (herramientas; cosas hechas con herramientas), ideas (creencias, conocimientos), y sentimientos (actitudes, “valores”)- que depende del uso de símbolos” (White, 1982: 142). Intrínsecamente asociada con esta conceptualización es la definición construida por Lewis Binford, quien concibe a la cultura como “la forma extrasomática de adaptación al medio de los seres humanos” (citado por Johnson, 2000: 95).

Complementariamente, White (1982) elucida con mayor especificidad los rasgos característicos de la cultura entendida como un proceso: a) simbólico: su manifestación más genuina y relevante es el lenguaje articulado, a su vez esto es consustancial a la condición humana (el hombre es un animal simbólico al decir de Cassirer, 1968); b) continuo, que es transmitido de un individuo a otro, de una generación a otra a través de los procesos de socialización; c) acumulativo, pues progresiva y gradualmente se incorporan nuevos elementos que amplían el acervo o caudal de conocimientos, creencias o instrumentos tecnológicos; y d) progresivo, en tanto proporciona un conjunto de dispositivos, recursos e instrumentos a partir de los cuales se afiance el control sobre la naturaleza, en pos de proporcionar mayor seguridad en la vida del hombre. En términos lacónicos, la cultura se refiere a toda praxis humana generadora de sentidos en torno a la realidad. De ahí que antropológicamente pueda definirse como

el modo de producir (…) significados sobre el mundo y la vida, el tiempo y la sociedad, lo visible y lo invisible, de suerte que es un modo de habérselas con las preguntas que el hombre mismo desprende del mundo o el mundo se las propone (Hurtado Salazar, 2000: 85).

            En definitiva, la cultura transversaliza todas las prácticas sociales y abarca la totalidad de dinámicas en el orden interaccional, ergo: pauta y condiciona las formas de ser, pensar, actuar y sentir del sujeto. Por lo cual puede destacarse que la cultura constituye “un esquema históricamente transmitido de significaciones representadas en símbolos, un sistema de concepciones heredadas y expresadas en formas simbólicas por medio de las cuales los hombres comunican, perpetúan y desarrollan sus conocimientos y las actitudes ante la vida” (Geertz, 1987: 88).

 

CULTURA DE PAZ

La cultura de paz puede definirse como el conjunto de referentes axiológicos, cognitivos, actitudinales y comportamentales que cristaliza unos estilos de vida fundamentados en la dignidad humana, concebida como el macroprincipio generador de los derechos humanos existentes, cuyo propósito palmario o manifiesto consiste en el respeto, la tolerancia y el reconocimiento del otro con miras a la resolución de las desavenencias, conflictos y tensiones sociales a través del diálogo, la educación y la cooperación. Su esencia responde a la imperiosa necesidad de mitigar o erradicar los posibles escenarios de violencia física que puedan desencadenarse de determinadas situaciones de disenso y conflicto social.

            In nuce: la cultura de paz pedagógicamente tiende al robustecimiento de la convivencialidad, partiendo de un ethos comunitario, que suscita el despliegue de las potencialidades y las manifestaciones raciovitalistas del sujeto (Maffesoli, 1997), en virtud de las cuales pueden reforzarse los vínculos de identidad cultural signados por la diversidad y, consecuentemente, coadyuvar con la reafirmación del sujeto en sus facetas experiencial-vivenciales. En sí, la cultura de paz para el desarrollo de la sociedad demanda consigo como conditio sine qua non la transformación de los valores, comportamientos, actitudes e instituciones en el seno de la estructura social con el objeto de fortalecer las capacidades básicas de los individuos, garantizar sus libertades y mejorar sus oportunidades vitales (Sen, 2000; Dahrendorf, 1983; Cabello et al., 2016).

 

CULTURA PARA EL DESARROLLO DE UNA SOCIEDAD

La cultura constituye un factor neurálgico para el desarrollo sustentable en el sentido de que, en tanto campo social (Bourdieu, 2000), produce y reproduce un conjunto de referentes normativos, valores, sistemas de creencias y comportamientos en razón de los cuales se gestan los intercambios simbólicos entre los individuos, que viabilizan la acción comunicativa requerida para la consolidación de una democracia efectiva (Welzel e Inglehart, 2009). Y es que el robustecimiento de las libertades civiles y de las capacidades básicas del individuo proporcionan su incardinación y empoderamiento en los asuntos públicos, coadyuvando con la materialización de instancias o espacios sustentados en la libertad como modalidad que contempla la convergencia y el consenso entre la multiplicidad de sectores, grupos y agentes sociales en la resolución de problemas colectivos, cuyo telón de fondo no es más que la ampliación de las oportunidades vitales (Sen, 2000; Montero, 2004; Dahrendorf, 1983).

En este sentido, no es factible concebir un modelo de desarrollo en términos sustentables, holísticos y complejos si no se toma en consideración un cambio de las mentalidades, imaginarios colectivos o representaciones sociales que inciden en la configuración de patrones comportamentales que tiendan a la participación de la ciudadanía en los procesos de toma de decisiones y su respectiva implementación en las instancias gubernativas (Pizzorno, 1976). Así mismo, la funcionalidad de las instituciones del (macro)sistema social implica la observancia del conjunto de normas reconocidas moral, social y jurídicamente para propiciar la convivencialidad consustancial al mundo-de-la-vida; tal asimilación y aceptación del corpus normativo, por parte de los actores sociales, depende de la articulación de diversas estrategias y mecanismos orientados a una cultura política cívica fundamentada en los preceptos de una educación intercultural en términos de inclusión, igualdad y equidad.

Por último, el enfoque cultural en torno al desarrollo pone ahínco, sociológica y antropológicamente, en argumentaciones contrapuestas a la lógica desarrollista y economicista de carácter unilineal, la cual asume el problema del desarrollo como si se tratase de una temática que concerniese exclusivamente a la consecución de criterios de eficiencia, eficacia y efectividad en la producción de bienes y servicios, así como de su respectiva inserción en el mercado internacional. Siendo esto así, el desarrollo va más allá de cualquier reduccionismo, pues demanda consigo la generación de condiciones económicas, políticas, jurídicas, culturales y psicológicas probas que impelen o estimulen al sujeto a la participación en los procesos colectivos más cardinales para el mejoramiento del bienestar y de la calidad de vida. De manera que puede aducirse que la cultura para el desarrollo conlleva a priorizar los procesos de co-producción de conocimientos que contribuyan con el mejoramiento de las condiciones de vida, entendiendo que “el conocimiento es siempre conocimiento contextualizado en las condiciones que lo hacen posible y de que sólo puede avanzar en la medida en que transforma en sentido progresista esas condiciones” (De Sousa, 2003: 33-34).

 

DIVERSIDAD CULTURAL

La diversidad cultural consiste, simple y lisamente, en la multiplicidad de formas en que simbólica, referencial y materialmente se corporeizan las sociedades y sus respectivos grupos humanos (Val Cubero, 2017). Ahondando esta definición sumaria, desde la perspectiva antropológica estructuralista de Claude Lévi-Strauss, en un artículo intitulado Raza e Historia (1971), la diversidad cultural se refiere a la heterogeneidad consustancial a la condición humana en el que se cimienta la coexistencia de dos tendencias, dinámicas o procesos contradictorios: la primera relativa a la condición de interculturalidad insoslayable de toda estructura social, en tanto en cuanto las culturas existen sólo si se interrelacionan con otras culturas, y la segunda atañe al socavamiento o la erosión de tal interculturalidad derivada de la dialéctica social, tomando en consideración la dicotomía nosotros-ellos. Por ende, para Lévi-Strauss la diversidad cultural es un hecho natural e incuestionable de la humanidad.

En concreto, la diversidad cultural de una sociedad se gesta en función de

los caracteres particulares del medio que la rodea, los imprevisibles significados que escoge para dar a tal o cual acontecimiento de su historia, tal o cual aspecto de su hábitat, entre todos aquellos que ella hubiera podido retener para conferirles un sentido (Lévi-Strauss, 1984: 126).

 

EDUCACIÓN INTERCULTURAL

La educación intercultural pedagógicamente pretende propalar o develar todas aquellas relaciones de poder-saber que, en el contexto de una semiosis hegemonizante, subyugan y aherrojan al otro, poniéndose patente a través de “prácticas, representaciones y actitudes que no permiten a todos los grupos de la sociedad tener las mismas oportunidades y posibilidades de desarrollo pleno y promocionar dentro de la escuela actitudes, actividades y acciones que enfrenten esta situación” (Walsh, 2005: 33).

            Aunado a ello, se trata de un enfoque educativo que se sustenta en el respeto de la diversidad cultural, en tanto elemento definitorio de la condición humana (Arendt, 1997) cuyo sustratum versa en la inclusión y la integración sociales de los distintos grupos étnicos y de sus singularidades lingüísticas y culturales, con la finalidad de coadyuvar con el desarrollo pleno de la personalidad de los sujetos, es decir de sus capacidades básicas (Sen, 2000), mediante una intervención tanto formal como informal, de carácter holístico y complejo, que posibilite la gestación de una estructura de oportunidades en términos equitativos y en condiciones de igualdad (Sáez, 2006).

Finalmente, el sustrato epistemológico-pedagógico de la educación intercultural gira en torno a la decolonialidad del poder/saber (Quijano, 2014), condición de dominio político-cultural en los que se enmarcan los problemas de la contemporaneidad. Los cuales están dictaminados por los patrones de la hegemonía del capital, donde destacan la racialización y la capistalizaciónde las relaciones sociales de acuerdo con la lógica del eurocentramiento. 

 

FOLCLORE

Desde una perspectiva antropológica, el folclore puede definirse como el conjunto de materiales culturales aislados, preservados, inveterados y transmitidos oralmente a través de canales no institucionales y tradicionales, cuyo propósito gravita en torno al afianzamiento de la cohesión social sobre la base de unos vínculos identitarios que se gestan a partir de un trasfondo epistémico, es decir, una cosmovisión (Weltanschaaüng) que ha persistido espaciotemporalmente. Bajo este enfoque, esta conceptualización se asocia mayormente a las particularidades de las sociedades premodernas y analfabetas o campesinas (Mills, 2000).

            En este sentido, se pone de relieve la impronta y el influjo del nacionalismo romántico cuando se destaca que

la comunidad popular se convirtió en reserva de una lengua vernacular y de un supuesto caudal de conocimientos o creencias indígenas compartidas, a menudo poéticos, imaginativos o espirituales en su contenido y generalmente transmitidos por los miembros de la comunidad (Ibíd: 285-286).

            Siendo esto así, la vida folclórica es el resultado de la convergencia de las artes verbales, el costumbrismo y los rituales; bagaje cultural orientado a la preservación de determinadas prácticas y representaciones sociales ante las tendencias corrosivas del cambio social concernientes a la racionalidad fundante de la lógica de la Modernidad, caracterizada por su instrumentalización y reificación de lo social (Morin, 2000; Adorno, 1991; Marcuse, 1980). Lacónicamente, Galimberti (2002) aduce que el folclore alude a un “complejo de costumbres y creencias típicas de una cultura” (p. 513). Por ende, condensa un sistema de creencias y de formas de leer al mundo social que fundamenta las producciones culturales de un determinado grupo humano.

            En fin, sociológicamente el folclore comprende un cúmulo de representaciones, usos y convenciones sociales que cultural e históricamente reflejan el sentido de pertenencia de los individuos con respecto a elementos simbólicamente relevantes de su memoria histórica, a partir de los cuales se han moldeado los marcos que rigen el funcionamiento de los grupos sociales primarios (de pertenencia). De manera que los usos sociales (folkways) constitutivos de la vida folclórica se refieren, simple y lisamente, a “la práctica convencional, considerada apropiada pero sobre la que no se insiste; [motivo por el cual] la persona que se desvía puede ser vista como excéntrica” (Chinoy, 1971: 39-40). Y, por su parte, antropológicamente, la vida folclórica conforma un complejo cultural, habida cuenta de que representa “un conjunto funcionalmente integrado de rasgos culturales que persiste como una unidad en el espacio y en el tiempo” (Giner, 1979: 80). Por tal motivo, el uso del material folclórico resulta asaz relevante para el psicoanálisis por cuanto proporciona una trama de elementos simbólicos cuyos significados han de ser dilucidados (Freud) o para comprender los arquetipos del inconsciente colectivo (C.Jung) (Galimberti, 2002).

 

IDENTIDAD CULTURAL                                                                

La identidad cultural hace referencia al conjunto de rasgos simbólico-referenciales a través del cual se define el sentido de pertenencia de los individuos en relación con su entorno físico y social circundante; espacio donde se reconoce históricamente la pluralidad de actores, grupos y sectores sociales. En sí, la identidad cultural sólo existe a partir de la memoria, así como también de las representaciones sociales y las narrativas en las cuales se fundamenta hermenéuticamente, cuya refiguración y resignificación responde a un mecanismo de adaptación a las dinámicas de cambio social.

            Siendo esto así, la identidad cultural es indisociable de la memoria colectiva, la cual puede definirse como “la selección, interpretación y transmisión de ciertas representaciones del pasado a partir del punto de vista de un grupo social determinado” (Montesperelli, 2004: 14-15). Tales representaciones que integran el imaginario colectivo son el resultado de la transmutación de los sistemas de creencias y valores, los rasgos lingüísticos y los mecanismos de comunicación que fluyen en el entramado social, permitiéndole configurar sus lógicas de sentido por medio de las cuales los sujetos leen, interpretan y narran sus trasfondos experiencial-vivenciales.

            Finalmente, desde una perspectiva hermenéutica, Paul Ricoeur (1984) aduce que “gran parte de la identidad de una persona, de una comunidad, está hecha de estas identificaciones-con valores, normas, ideales, modelos, héroes, en los que la persona, la comunidad, se reconocen. El reconocerse-dentro de contribuye al reconocerse-en (…)” (p. 116).

 

INTERCULTURALIDAD

La interculturalidad se define por “el esfuerzo de comunicarse e interrelacionarse entre individuos, grupos y saberes culturalmente diferentes y de cooperar en forma solidaria” (Walsh, 2005: 34). Sin embargo, de acuerdo con Grimson (2011), interculturalidad es un concepto heurístico  que “no significa que haya culturas homogéneas en contacto; antes bien, permite revelar las intersecciones múltiples entre configuraciones culturales” (p. 191). De esta definición sucinta queda suficientemente claro que la interculturalidad consiste en la convergencia o el concierto que se da entre distintos grupos sociales con variados rasgos culturales con el fin de reconocerse, en pos de la resolución pacífica y consensuada de las desavenencias o problemas colectivos, conditio sine qua non para la convivencia entre los diferentes; por tal motivo, para el logro de tal convergencia es neurálgico la implementación de una pedagogía que didáctica, curricular y fácticamente propicie una educación intercultural.

Así pues, la educación intercultural se halla inmersa, se teje y está permeada por las dinámicas de glocalización (Beck, 1998), definidas por una mixtura entre los conocimientos pautados por la lógica de la globalidad y los saberes y prácticas locales, a partir de las cuales es posible moldear una pedagogía que propenda a la identificación y el reconocimiento del otro en su talidad. Por lo tanto, la educación intercultural constituye una ruptura respecto de los prejuicios y estereotipos en torno al otro, para así construir redes sociales que permitan el afianzamiento de las relaciones intersubjetivas, sustanciando de tal manera formas de socialidad sustentadas en lo dialógico, es decir, la acción comunicativa (Habermas, 2002).

En este sentido, la interculturalidad implica un clima psicosocial que propicie una ecología de saberes (de Sousa, 2012), que coadyuve significativamente con la ampliación del acervo cultural en torno al universo social y al mundo-de-la-vida. Por consiguiente, la comprensión del otro y la convivencialidad con el otro sólo es factible por medio de la reafirmación del sujeto a nivel identitario, tanto “ipse” como “ídem” (en términos de Paul Ricoeur); lo cual puede traducirse como el reconocimiento del otro en aras de concretizar un entendimiento con él.

 

PLURICULTURALIDAD

La pluriculturalidad puede definirse como la cualidad que tiene una sociedad fundamentada en el reconocimiento del otro en su alteridad irreductible e inalienable (Gabilondo, 2009) que se genera entre los grupos sociales dominantes y las minorías, asumiendo las diferencias étnicas y lingüísticas existentes como factores culturalmente nutricios para los actores sociales (Hamel, 1998). De igual manera, puede argüirse que la pluriculturalidad hace referencia a la heterogeneidad social etnohistóricamente configurada en función de la convivencia de diversos actores, grupos y sectores sociales con rasgos culturales disimiles, a partir de la cual se conforma una totalidad nacional en un territorio determinado (Walsh, 2005).

 

TECNOLOGÍA PARA LA PAZ

Puede definirse en un sentido prietofiguereano que, bajo la perspectiva del humanismo democrático, la tecnología para la paz consiste en un conjunto de dispositivos que respondiendo a una racionalidad sustancial y, por lo tanto, preconizando la dignidad y la autenticidad del sujeto, facilita y potencia los procesos de enseñanza-aprendizaje y de mediación intersubjetiva en torno a la resolución de ciertos y determinados conflictos colectivos. De modo tal que no se asume una apreciación negativa respecto de la tecnología, interpretada como un mecanismo supeditado a una racionalidad instrumental en la que el sujeto deviene en mero medio para la consecución de determinados fines, sino que se valoriza su relevancia para “formar hombres integralmente capacitados para el desempeño útil dentro de las colectividades (…)” (Prieto Figueroa, 1951 citado por Zuleta, 2007: 177).

 

TRADICIÓN

La tradición puede definirse como una forma de categorización social que expresa la connotación de un conjunto heredado de rasgos inherentes al sistema de creencias, experiencias y comportamientos, al cual se adscriben determinados grupos sociales en el presente con el propósito de conferir valor agregado al futuro. Siendo esto así, la tradición, semióticamente, objetiva una lógica de sentido que a su vez es subjetivada por el hombre en tanto corporeidad patémica (Greimas y Fontanille, 2002; Hernández Carmona, 2013), y cuya particularidad estriba en que es el resultado de una impronta cultural de las generaciones pretéritas que influencia el desarrollo de las socialidades de las generaciones del presente y del futuro. Así mismo, la tradición se puede conceptuar como una estrategia social que se despliega en el terreno del imaginario colectivo en pos de solidificar los lazos o rasgos identitarios de un grupo social.

Aun cuando autores como Franz Boas conciban que la tradición conceptualmente es un sinónimo de cultura, es menester elucidar desde una perspectiva actualizada que ésta hace referencia al “imperativo en la vida social o forma en que el presente interpreta y caracteriza al pasado con la mirada puesta en el futuro” (Feintuch, 2000: 650). Compendiosamente, la tradición es el correlato de un patrimonio cultural transmisible de generación en generación y que reviste de sentido e historicidad a determinados rasgos del complejo cultural en el que se cimienta la estructura social.

En este sentido, la tradición responde a un proceso de normativización de determinados marcos de acción social o patrones comportamentales, con base en unas funciones manifiestas y latentes (en el sentido sociológico funcionalista) que gravitan en rededor de la preservación de unos bienes culturales que resultan cardinales para la cohesión social. Así, se considera oportuno resaltar que “(…) el decir que algo es tradicional responde a un acto de interpretación, de selección y denominación de imponer orden en un modo de hacer social disperso” (Feintuch, 2000: 651). Bajo una perspectiva hermenéutica, la tradición es un elemento significante que constituye una matriz epistémica que condiciona todo proceso de comprensión (verstehen en términos weberianos). Por consiguiente, la tradición representa la base de la disposición pre-comprensiva (Galimberti, 2002).

En definitiva, la esencia de la tradición estriba en que a partir de ella se fragua, conforma y moldea la conciencia histórica, así como la multiplicidad de voces en que se sustenta (Gadamer, 1977); sustrato sociocultural que determina los modos de ser, pensar, actuar y sentir del sujeto. Para elucidar con mayor idoneidad y profundidad dicho sustrato sociocultural, es conveniente explicitar en términos etnopsicoanalíticos que:

El ambiente cultural interviene de manera decisiva sobre todo para determinar cuáles son las pulsiones y fantasías que serán actualizadas por medios culturales, cuáles se expresarán indirectamente en forma de substitutos actualizados solo de manera subjetiva, y cuáles, en fin, permanecerán en el nivel inconsciente y serán desechados en forma de material reprimido (Devereux, 1975: 76).

 

TRANSCULTURACIÓN

La transculturación es el proceso mediante el cual una sociedad asimila e incorpora los elementos culturales, de índole material y simbólico, propios de otras sociedades. A propósito de esta conceptualización es menester diferenciar metodológicamente entre difusión, referida al proceso de “transmisión cultural conseguida”, y transculturación, atinente a la “transmisión cultural en marcha” (Cfr. Herskovits, 1952: 567).

            Desde la perspectiva antropológica funcionalista de Bronislaw Malinowski, inserta indubitablemente en una perspectiva colonialista (Richards, 1970; Harris, 1996), ergo, euroccidentalista (Contreras Natera, 2014), la transculturación se asume como un proceso de cambio social en el cual se produce “un impacto de una cultura activa y superior sobre otra más sencilla y más pasiva” (Malinowski citado por Herskovits, 1952: 570). No obstante de tal carga epistémicamente etnocéntrica, la antropología de Malinowski concebía medular el estudio minucioso de los valores fundantes de los pueblos ágrafos desde sus propias particularidades socioculturales.

            Por su parte, el primero en acuñar el concepto de transculturación, Fernando Ortiz (1987), en su obra: Contrapunteo cubano del tabaco y el azúcar, arguye que a través de este constructo se planteó sustituir la jerga sociológica imperante en su contexto, para así elucidar ciertos procesos sociales y culturales desde la etnografía sin recurrir para tal al concepto de aculturación, habida cuenta de que la transculturación abarca también otros procesos a saber: la desculturación, consistente en el desarraigo o pérdida de los referentes sociales de una cultura precedente; y la neoculturación, entendida como la emergencia de nuevos fenómenos y procesos culturales (Herskovits, 1952). En este tenor, la transculturación elucida más adecuadamente el proceso transitorio de una cultura a otra sobre la base de la complejidad (Ortiz, 1987).

Finalmente, los procesos de transculturación se hallan intrínsecamente ligados a los de hibridación, es decir a la imbricación y el sincretismo que se genera entre diversas manifestaciones socioculturales, y a partir de las cuales surgen nuevas prácticas, mentalidades, objetos y estructuras. Ello, desde luego, con el propósito palmario de coadyuvar con el mejoramiento de las formas de traducir el mundo, para que éste se torne más convivible en el marco de las diferencias inexorables (García Canclini, 1990). Lo cual justifica la construcción de lógicas de sentido epistemológicamente estructuradas, así como también de abordajes fundamentados en una etnografía multisituada (según la perspectiva de George Marcus) que den cuenta en torno al contexto actual signado por la globalización, en el que lo transcultural y lo transnacional, insertos en la configuración de una sociedad post-internacional (en los términos de James Rosenau), constituyen rasgos fehacientes de la nueva realidad social (Beck, 1998; Stallaert, 2017).

 

FUENTES BIBLIOHEMEROGRÁFICAS CONSULTADAS

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Observación: estas apuntaciones sociológicas y antropológicas son el resultado de reflexiones que se han suscitado en los diversos seminarios que he cursado en el Doctorado en Educación (ULA), el Doctorado en Antropología (ULA) y en la Maestría en Desarrollo Regional (ULA), así como también en las actividades docentes que he desempeñado en las áreas de Metodología de la Investigación y Sociología en el Núcleo "Rafael Rangel" de la Universidad de Los Andes (Trujillo, Venezuela). Aunado a ello, las discusiones desarrolladas en el Laboratorio de Investigaciones Semióticas y Literarias (LISYL-ULA) han resultado fecundas para nutrir mis capacidades hermenéuticas.

Publicado el 19 de febrero de 2021 a las 3:41 p.m.

 

 

 

 

 

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