viernes, 19 de febrero de 2021

CULTURA

Una de las principales aportaciones del denominado padre de la ciencia antropológica, Edward Burnett Tylor, consiste en su definición conceptual de cultura, que debido a su significación y amplitud hermenéutica aún ejerce un influjo significativo en el campo de las ciencias sociales y humanas contemporáneas, concibiéndola como “aquel todo complejo que incluye el conocimiento, las creencias, el arte, la moral, el derecho, las costumbres y cualesquiera otros hábitos y capacidades adquiridos por el hombre en cuanto miembro de la sociedad” (Tylor, 1871 citado por Kahn, 1975: 29).

Por otra parte, puede argüirse que la cultura es aquella conducta humana condicionada e influenciada por estímulos externos, extrasomáticos y simbólicos; por lo tanto, a la “organización de fenómenos –actos (pautas de conducta), objetos (herramientas; cosas hechas con herramientas), ideas (creencias, conocimientos), y sentimientos (actitudes, “valores”)- que depende del uso de símbolos” (White, 1982: 142). Intrínsecamente asociada con esta conceptualización es la definición construida por Lewis Binford, quien concibe a la cultura como “la forma extrasomática de adaptación al medio de los seres humanos” (citado por Johnson, 2000: 95).

Complementariamente, White (1982) elucida con mayor especificidad los rasgos característicos de la cultura entendida como un proceso: a) simbólico: su manifestación más genuina y relevante es el lenguaje articulado, a su vez esto es consustancial a la condición humana (el hombre es un animal simbólico al decir de Cassirer, 1968); b) continuo, que es transmitido de un individuo a otro, de una generación a otra a través de los procesos de socialización; c) acumulativo, pues progresiva y gradualmente se incorporan nuevos elementos que amplían el acervo o caudal de conocimientos, creencias o instrumentos tecnológicos; y d) progresivo, en tanto proporciona un conjunto de dispositivos, recursos e instrumentos a partir de los cuales se afiance el control sobre la naturaleza, en pos de proporcionar mayor seguridad en la vida del hombre. En términos lacónicos, la cultura se refiere a toda praxis humana generadora de sentidos en torno a la realidad. De ahí que antropológicamente pueda definirse como

el modo de producir (…) significados sobre el mundo y la vida, el tiempo y la sociedad, lo visible y lo invisible, de suerte que es un modo de habérselas con las preguntas que el hombre mismo desprende del mundo o el mundo se las propone (Hurtado Salazar, 2000: 85).

            En definitiva, la cultura transversaliza todas las prácticas sociales y abarca la totalidad de dinámicas en el orden interaccional, ergo: pauta y condiciona las formas de ser, pensar, actuar y sentir del sujeto. Por lo cual puede destacarse que la cultura constituye “un esquema históricamente transmitido de significaciones representadas en símbolos, un sistema de concepciones heredadas y expresadas en formas simbólicas por medio de las cuales los hombres comunican, perpetúan y desarrollan sus conocimientos y las actitudes ante la vida” (Geertz, 1987: 88).

 

CULTURA DE PAZ

La cultura de paz puede definirse como el conjunto de referentes axiológicos, cognitivos, actitudinales y comportamentales que cristaliza unos estilos de vida fundamentados en la dignidad humana, concebida como el macroprincipio generador de los derechos humanos existentes, cuyo propósito palmario o manifiesto consiste en el respeto, la tolerancia y el reconocimiento del otro con miras a la resolución de las desavenencias, conflictos y tensiones sociales a través del diálogo, la educación y la cooperación. Su esencia responde a la imperiosa necesidad de mitigar o erradicar los posibles escenarios de violencia física que puedan desencadenarse de determinadas situaciones de disenso y conflicto social.

            In nuce: la cultura de paz pedagógicamente tiende al robustecimiento de la convivencialidad, partiendo de un ethos comunitario, que suscita el despliegue de las potencialidades y las manifestaciones raciovitalistas del sujeto (Maffesoli, 1997), en virtud de las cuales pueden reforzarse los vínculos de identidad cultural signados por la diversidad y, consecuentemente, coadyuvar con la reafirmación del sujeto en sus facetas experiencial-vivenciales. En sí, la cultura de paz para el desarrollo de la sociedad demanda consigo como conditio sine qua non la transformación de los valores, comportamientos, actitudes e instituciones en el seno de la estructura social con el objeto de fortalecer las capacidades básicas de los individuos, garantizar sus libertades y mejorar sus oportunidades vitales (Sen, 2000; Dahrendorf, 1983; Cabello et al., 2016).

 

CULTURA PARA EL DESARROLLO DE UNA SOCIEDAD

La cultura constituye un factor neurálgico para el desarrollo sustentable en el sentido de que, en tanto campo social (Bourdieu, 2000), produce y reproduce un conjunto de referentes normativos, valores, sistemas de creencias y comportamientos en razón de los cuales se gestan los intercambios simbólicos entre los individuos, que viabilizan la acción comunicativa requerida para la consolidación de una democracia efectiva (Welzel e Inglehart, 2009). Y es que el robustecimiento de las libertades civiles y de las capacidades básicas del individuo proporcionan su incardinación y empoderamiento en los asuntos públicos, coadyuvando con la materialización de instancias o espacios sustentados en la libertad como modalidad que contempla la convergencia y el consenso entre la multiplicidad de sectores, grupos y agentes sociales en la resolución de problemas colectivos, cuyo telón de fondo no es más que la ampliación de las oportunidades vitales (Sen, 2000; Montero, 2004; Dahrendorf, 1983).

En este sentido, no es factible concebir un modelo de desarrollo en términos sustentables, holísticos y complejos si no se toma en consideración un cambio de las mentalidades, imaginarios colectivos o representaciones sociales que inciden en la configuración de patrones comportamentales que tiendan a la participación de la ciudadanía en los procesos de toma de decisiones y su respectiva implementación en las instancias gubernativas (Pizzorno, 1976). Así mismo, la funcionalidad de las instituciones del (macro)sistema social implica la observancia del conjunto de normas reconocidas moral, social y jurídicamente para propiciar la convivencialidad consustancial al mundo-de-la-vida; tal asimilación y aceptación del corpus normativo, por parte de los actores sociales, depende de la articulación de diversas estrategias y mecanismos orientados a una cultura política cívica fundamentada en los preceptos de una educación intercultural en términos de inclusión, igualdad y equidad.

Por último, el enfoque cultural en torno al desarrollo pone ahínco, sociológica y antropológicamente, en argumentaciones contrapuestas a la lógica desarrollista y economicista de carácter unilineal, la cual asume el problema del desarrollo como si se tratase de una temática que concerniese exclusivamente a la consecución de criterios de eficiencia, eficacia y efectividad en la producción de bienes y servicios, así como de su respectiva inserción en el mercado internacional. Siendo esto así, el desarrollo va más allá de cualquier reduccionismo, pues demanda consigo la generación de condiciones económicas, políticas, jurídicas, culturales y psicológicas probas que impelen o estimulen al sujeto a la participación en los procesos colectivos más cardinales para el mejoramiento del bienestar y de la calidad de vida. De manera que puede aducirse que la cultura para el desarrollo conlleva a priorizar los procesos de co-producción de conocimientos que contribuyan con el mejoramiento de las condiciones de vida, entendiendo que “el conocimiento es siempre conocimiento contextualizado en las condiciones que lo hacen posible y de que sólo puede avanzar en la medida en que transforma en sentido progresista esas condiciones” (De Sousa, 2003: 33-34).

 

DIVERSIDAD CULTURAL

La diversidad cultural consiste, simple y lisamente, en la multiplicidad de formas en que simbólica, referencial y materialmente se corporeizan las sociedades y sus respectivos grupos humanos (Val Cubero, 2017). Ahondando esta definición sumaria, desde la perspectiva antropológica estructuralista de Claude Lévi-Strauss, en un artículo intitulado Raza e Historia (1971), la diversidad cultural se refiere a la heterogeneidad consustancial a la condición humana en el que se cimienta la coexistencia de dos tendencias, dinámicas o procesos contradictorios: la primera relativa a la condición de interculturalidad insoslayable de toda estructura social, en tanto en cuanto las culturas existen sólo si se interrelacionan con otras culturas, y la segunda atañe al socavamiento o la erosión de tal interculturalidad derivada de la dialéctica social, tomando en consideración la dicotomía nosotros-ellos. Por ende, para Lévi-Strauss la diversidad cultural es un hecho natural e incuestionable de la humanidad.

En concreto, la diversidad cultural de una sociedad se gesta en función de

los caracteres particulares del medio que la rodea, los imprevisibles significados que escoge para dar a tal o cual acontecimiento de su historia, tal o cual aspecto de su hábitat, entre todos aquellos que ella hubiera podido retener para conferirles un sentido (Lévi-Strauss, 1984: 126).

 

EDUCACIÓN INTERCULTURAL

La educación intercultural pedagógicamente pretende propalar o develar todas aquellas relaciones de poder-saber que, en el contexto de una semiosis hegemonizante, subyugan y aherrojan al otro, poniéndose patente a través de “prácticas, representaciones y actitudes que no permiten a todos los grupos de la sociedad tener las mismas oportunidades y posibilidades de desarrollo pleno y promocionar dentro de la escuela actitudes, actividades y acciones que enfrenten esta situación” (Walsh, 2005: 33).

            Aunado a ello, se trata de un enfoque educativo que se sustenta en el respeto de la diversidad cultural, en tanto elemento definitorio de la condición humana (Arendt, 1997) cuyo sustratum versa en la inclusión y la integración sociales de los distintos grupos étnicos y de sus singularidades lingüísticas y culturales, con la finalidad de coadyuvar con el desarrollo pleno de la personalidad de los sujetos, es decir de sus capacidades básicas (Sen, 2000), mediante una intervención tanto formal como informal, de carácter holístico y complejo, que posibilite la gestación de una estructura de oportunidades en términos equitativos y en condiciones de igualdad (Sáez, 2006).

Finalmente, el sustrato epistemológico-pedagógico de la educación intercultural gira en torno a la decolonialidad del poder/saber (Quijano, 2014), condición de dominio político-cultural en los que se enmarcan los problemas de la contemporaneidad. Los cuales están dictaminados por los patrones de la hegemonía del capital, donde destacan la racialización y la capistalizaciónde las relaciones sociales de acuerdo con la lógica del eurocentramiento. 

 

FOLCLORE

Desde una perspectiva antropológica, el folclore puede definirse como el conjunto de materiales culturales aislados, preservados, inveterados y transmitidos oralmente a través de canales no institucionales y tradicionales, cuyo propósito gravita en torno al afianzamiento de la cohesión social sobre la base de unos vínculos identitarios que se gestan a partir de un trasfondo epistémico, es decir, una cosmovisión (Weltanschaaüng) que ha persistido espaciotemporalmente. Bajo este enfoque, esta conceptualización se asocia mayormente a las particularidades de las sociedades premodernas y analfabetas o campesinas (Mills, 2000).

            En este sentido, se pone de relieve la impronta y el influjo del nacionalismo romántico cuando se destaca que

la comunidad popular se convirtió en reserva de una lengua vernacular y de un supuesto caudal de conocimientos o creencias indígenas compartidas, a menudo poéticos, imaginativos o espirituales en su contenido y generalmente transmitidos por los miembros de la comunidad (Ibíd: 285-286).

            Siendo esto así, la vida folclórica es el resultado de la convergencia de las artes verbales, el costumbrismo y los rituales; bagaje cultural orientado a la preservación de determinadas prácticas y representaciones sociales ante las tendencias corrosivas del cambio social concernientes a la racionalidad fundante de la lógica de la Modernidad, caracterizada por su instrumentalización y reificación de lo social (Morin, 2000; Adorno, 1991; Marcuse, 1980). Lacónicamente, Galimberti (2002) aduce que el folclore alude a un “complejo de costumbres y creencias típicas de una cultura” (p. 513). Por ende, condensa un sistema de creencias y de formas de leer al mundo social que fundamenta las producciones culturales de un determinado grupo humano.

            En fin, sociológicamente el folclore comprende un cúmulo de representaciones, usos y convenciones sociales que cultural e históricamente reflejan el sentido de pertenencia de los individuos con respecto a elementos simbólicamente relevantes de su memoria histórica, a partir de los cuales se han moldeado los marcos que rigen el funcionamiento de los grupos sociales primarios (de pertenencia). De manera que los usos sociales (folkways) constitutivos de la vida folclórica se refieren, simple y lisamente, a “la práctica convencional, considerada apropiada pero sobre la que no se insiste; [motivo por el cual] la persona que se desvía puede ser vista como excéntrica” (Chinoy, 1971: 39-40). Y, por su parte, antropológicamente, la vida folclórica conforma un complejo cultural, habida cuenta de que representa “un conjunto funcionalmente integrado de rasgos culturales que persiste como una unidad en el espacio y en el tiempo” (Giner, 1979: 80). Por tal motivo, el uso del material folclórico resulta asaz relevante para el psicoanálisis por cuanto proporciona una trama de elementos simbólicos cuyos significados han de ser dilucidados (Freud) o para comprender los arquetipos del inconsciente colectivo (C.Jung) (Galimberti, 2002).

 

IDENTIDAD CULTURAL                                                                

La identidad cultural hace referencia al conjunto de rasgos simbólico-referenciales a través del cual se define el sentido de pertenencia de los individuos en relación con su entorno físico y social circundante; espacio donde se reconoce históricamente la pluralidad de actores, grupos y sectores sociales. En sí, la identidad cultural sólo existe a partir de la memoria, así como también de las representaciones sociales y las narrativas en las cuales se fundamenta hermenéuticamente, cuya refiguración y resignificación responde a un mecanismo de adaptación a las dinámicas de cambio social.

            Siendo esto así, la identidad cultural es indisociable de la memoria colectiva, la cual puede definirse como “la selección, interpretación y transmisión de ciertas representaciones del pasado a partir del punto de vista de un grupo social determinado” (Montesperelli, 2004: 14-15). Tales representaciones que integran el imaginario colectivo son el resultado de la transmutación de los sistemas de creencias y valores, los rasgos lingüísticos y los mecanismos de comunicación que fluyen en el entramado social, permitiéndole configurar sus lógicas de sentido por medio de las cuales los sujetos leen, interpretan y narran sus trasfondos experiencial-vivenciales.

            Finalmente, desde una perspectiva hermenéutica, Paul Ricoeur (1984) aduce que “gran parte de la identidad de una persona, de una comunidad, está hecha de estas identificaciones-con valores, normas, ideales, modelos, héroes, en los que la persona, la comunidad, se reconocen. El reconocerse-dentro de contribuye al reconocerse-en (…)” (p. 116).

 

INTERCULTURALIDAD

La interculturalidad se define por “el esfuerzo de comunicarse e interrelacionarse entre individuos, grupos y saberes culturalmente diferentes y de cooperar en forma solidaria” (Walsh, 2005: 34). Sin embargo, de acuerdo con Grimson (2011), interculturalidad es un concepto heurístico  que “no significa que haya culturas homogéneas en contacto; antes bien, permite revelar las intersecciones múltiples entre configuraciones culturales” (p. 191). De esta definición sucinta queda suficientemente claro que la interculturalidad consiste en la convergencia o el concierto que se da entre distintos grupos sociales con variados rasgos culturales con el fin de reconocerse, en pos de la resolución pacífica y consensuada de las desavenencias o problemas colectivos, conditio sine qua non para la convivencia entre los diferentes; por tal motivo, para el logro de tal convergencia es neurálgico la implementación de una pedagogía que didáctica, curricular y fácticamente propicie una educación intercultural.

Así pues, la educación intercultural se halla inmersa, se teje y está permeada por las dinámicas de glocalización (Beck, 1998), definidas por una mixtura entre los conocimientos pautados por la lógica de la globalidad y los saberes y prácticas locales, a partir de las cuales es posible moldear una pedagogía que propenda a la identificación y el reconocimiento del otro en su talidad. Por lo tanto, la educación intercultural constituye una ruptura respecto de los prejuicios y estereotipos en torno al otro, para así construir redes sociales que permitan el afianzamiento de las relaciones intersubjetivas, sustanciando de tal manera formas de socialidad sustentadas en lo dialógico, es decir, la acción comunicativa (Habermas, 2002).

En este sentido, la interculturalidad implica un clima psicosocial que propicie una ecología de saberes (de Sousa, 2012), que coadyuve significativamente con la ampliación del acervo cultural en torno al universo social y al mundo-de-la-vida. Por consiguiente, la comprensión del otro y la convivencialidad con el otro sólo es factible por medio de la reafirmación del sujeto a nivel identitario, tanto “ipse” como “ídem” (en términos de Paul Ricoeur); lo cual puede traducirse como el reconocimiento del otro en aras de concretizar un entendimiento con él.

 

PLURICULTURALIDAD

La pluriculturalidad puede definirse como la cualidad que tiene una sociedad fundamentada en el reconocimiento del otro en su alteridad irreductible e inalienable (Gabilondo, 2009) que se genera entre los grupos sociales dominantes y las minorías, asumiendo las diferencias étnicas y lingüísticas existentes como factores culturalmente nutricios para los actores sociales (Hamel, 1998). De igual manera, puede argüirse que la pluriculturalidad hace referencia a la heterogeneidad social etnohistóricamente configurada en función de la convivencia de diversos actores, grupos y sectores sociales con rasgos culturales disimiles, a partir de la cual se conforma una totalidad nacional en un territorio determinado (Walsh, 2005).

 

TECNOLOGÍA PARA LA PAZ

Puede definirse en un sentido prietofiguereano que, bajo la perspectiva del humanismo democrático, la tecnología para la paz consiste en un conjunto de dispositivos que respondiendo a una racionalidad sustancial y, por lo tanto, preconizando la dignidad y la autenticidad del sujeto, facilita y potencia los procesos de enseñanza-aprendizaje y de mediación intersubjetiva en torno a la resolución de ciertos y determinados conflictos colectivos. De modo tal que no se asume una apreciación negativa respecto de la tecnología, interpretada como un mecanismo supeditado a una racionalidad instrumental en la que el sujeto deviene en mero medio para la consecución de determinados fines, sino que se valoriza su relevancia para “formar hombres integralmente capacitados para el desempeño útil dentro de las colectividades (…)” (Prieto Figueroa, 1951 citado por Zuleta, 2007: 177).

 

TRADICIÓN

La tradición puede definirse como una forma de categorización social que expresa la connotación de un conjunto heredado de rasgos inherentes al sistema de creencias, experiencias y comportamientos, al cual se adscriben determinados grupos sociales en el presente con el propósito de conferir valor agregado al futuro. Siendo esto así, la tradición, semióticamente, objetiva una lógica de sentido que a su vez es subjetivada por el hombre en tanto corporeidad patémica (Greimas y Fontanille, 2002; Hernández Carmona, 2013), y cuya particularidad estriba en que es el resultado de una impronta cultural de las generaciones pretéritas que influencia el desarrollo de las socialidades de las generaciones del presente y del futuro. Así mismo, la tradición se puede conceptuar como una estrategia social que se despliega en el terreno del imaginario colectivo en pos de solidificar los lazos o rasgos identitarios de un grupo social.

Aun cuando autores como Franz Boas conciban que la tradición conceptualmente es un sinónimo de cultura, es menester elucidar desde una perspectiva actualizada que ésta hace referencia al “imperativo en la vida social o forma en que el presente interpreta y caracteriza al pasado con la mirada puesta en el futuro” (Feintuch, 2000: 650). Compendiosamente, la tradición es el correlato de un patrimonio cultural transmisible de generación en generación y que reviste de sentido e historicidad a determinados rasgos del complejo cultural en el que se cimienta la estructura social.

En este sentido, la tradición responde a un proceso de normativización de determinados marcos de acción social o patrones comportamentales, con base en unas funciones manifiestas y latentes (en el sentido sociológico funcionalista) que gravitan en rededor de la preservación de unos bienes culturales que resultan cardinales para la cohesión social. Así, se considera oportuno resaltar que “(…) el decir que algo es tradicional responde a un acto de interpretación, de selección y denominación de imponer orden en un modo de hacer social disperso” (Feintuch, 2000: 651). Bajo una perspectiva hermenéutica, la tradición es un elemento significante que constituye una matriz epistémica que condiciona todo proceso de comprensión (verstehen en términos weberianos). Por consiguiente, la tradición representa la base de la disposición pre-comprensiva (Galimberti, 2002).

En definitiva, la esencia de la tradición estriba en que a partir de ella se fragua, conforma y moldea la conciencia histórica, así como la multiplicidad de voces en que se sustenta (Gadamer, 1977); sustrato sociocultural que determina los modos de ser, pensar, actuar y sentir del sujeto. Para elucidar con mayor idoneidad y profundidad dicho sustrato sociocultural, es conveniente explicitar en términos etnopsicoanalíticos que:

El ambiente cultural interviene de manera decisiva sobre todo para determinar cuáles son las pulsiones y fantasías que serán actualizadas por medios culturales, cuáles se expresarán indirectamente en forma de substitutos actualizados solo de manera subjetiva, y cuáles, en fin, permanecerán en el nivel inconsciente y serán desechados en forma de material reprimido (Devereux, 1975: 76).

 

TRANSCULTURACIÓN

La transculturación es el proceso mediante el cual una sociedad asimila e incorpora los elementos culturales, de índole material y simbólico, propios de otras sociedades. A propósito de esta conceptualización es menester diferenciar metodológicamente entre difusión, referida al proceso de “transmisión cultural conseguida”, y transculturación, atinente a la “transmisión cultural en marcha” (Cfr. Herskovits, 1952: 567).

            Desde la perspectiva antropológica funcionalista de Bronislaw Malinowski, inserta indubitablemente en una perspectiva colonialista (Richards, 1970; Harris, 1996), ergo, euroccidentalista (Contreras Natera, 2014), la transculturación se asume como un proceso de cambio social en el cual se produce “un impacto de una cultura activa y superior sobre otra más sencilla y más pasiva” (Malinowski citado por Herskovits, 1952: 570). No obstante de tal carga epistémicamente etnocéntrica, la antropología de Malinowski concebía medular el estudio minucioso de los valores fundantes de los pueblos ágrafos desde sus propias particularidades socioculturales.

            Por su parte, el primero en acuñar el concepto de transculturación, Fernando Ortiz (1987), en su obra: Contrapunteo cubano del tabaco y el azúcar, arguye que a través de este constructo se planteó sustituir la jerga sociológica imperante en su contexto, para así elucidar ciertos procesos sociales y culturales desde la etnografía sin recurrir para tal al concepto de aculturación, habida cuenta de que la transculturación abarca también otros procesos a saber: la desculturación, consistente en el desarraigo o pérdida de los referentes sociales de una cultura precedente; y la neoculturación, entendida como la emergencia de nuevos fenómenos y procesos culturales (Herskovits, 1952). En este tenor, la transculturación elucida más adecuadamente el proceso transitorio de una cultura a otra sobre la base de la complejidad (Ortiz, 1987).

Finalmente, los procesos de transculturación se hallan intrínsecamente ligados a los de hibridación, es decir a la imbricación y el sincretismo que se genera entre diversas manifestaciones socioculturales, y a partir de las cuales surgen nuevas prácticas, mentalidades, objetos y estructuras. Ello, desde luego, con el propósito palmario de coadyuvar con el mejoramiento de las formas de traducir el mundo, para que éste se torne más convivible en el marco de las diferencias inexorables (García Canclini, 1990). Lo cual justifica la construcción de lógicas de sentido epistemológicamente estructuradas, así como también de abordajes fundamentados en una etnografía multisituada (según la perspectiva de George Marcus) que den cuenta en torno al contexto actual signado por la globalización, en el que lo transcultural y lo transnacional, insertos en la configuración de una sociedad post-internacional (en los términos de James Rosenau), constituyen rasgos fehacientes de la nueva realidad social (Beck, 1998; Stallaert, 2017).

 

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Observación: estas apuntaciones sociológicas y antropológicas son el resultado de reflexiones que se han suscitado en los diversos seminarios que he cursado en el Doctorado en Educación (ULA), el Doctorado en Antropología (ULA) y en la Maestría en Desarrollo Regional (ULA), así como también en las actividades docentes que he desempeñado en las áreas de Metodología de la Investigación y Sociología en el Núcleo "Rafael Rangel" de la Universidad de Los Andes (Trujillo, Venezuela). Aunado a ello, las discusiones desarrolladas en el Laboratorio de Investigaciones Semióticas y Literarias (LISYL-ULA) han resultado fecundas para nutrir mis capacidades hermenéuticas.

Publicado el 19 de febrero de 2021 a las 3:41 p.m.

 

 

 

 

 

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Politólogo oriundo de Valera, estado Trujillo (Venezuela). 28 años. Estudiante de la Maestría en Desarrollo Regional (ULA), la Maestría en Ciencias Políticas (ULA) y el Doctorado en Educación (ULA). He sido profesor de: Metodología I (Derecho); Metodología II (Derecho); Investigación Educativa (Educación); Lectoescritura y Metodología del Estudio (Derecho); y Psicología General (Programa de Profesionalización Docente) en la ULA-NURR. Actualmente ejerzo como docente en el área de Sociología, adscrita al Departamento de Ciencias Sociales en el mencionado Núcleo de la Universidad de Los Andes. En este espacio espero compartir contenidos de relevancia, pertinencia e interés para los usuarios de las diversas plataformas inherentes a la web 2.0. Auguro nuestra interacción resulte gratificante, fructífera y provechosa. En definitiva, si deseas conocerme, entonces conóceme por lo que escribo. Mucho gusto... ¡Bienvenidos!

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