INTRODUCCIÓN
A
guisa de exordio es fundamental resaltar que ninguna conceptualización en torno
al patrimonio cultural debe fundamentarse en una visión unívoca, estática y
universalista, habida cuenta de que cada grupo social, en función de sus
capacidades de apropiación del capital cultural (que están determinadas por una
escala económica y educacional, de acuerdo con la teoría de la reproducción
cultural), constituye y moldea sus rasgos peculiares de distinción, los cuales
dan cuenta acerca de sus patrones de consumo de determinados bienes culturales,
poniéndose de relieve así la condición de heterogeneidad y desigualdad en lo
atinente a la apropiación de los bienes en el campo cultural y simbólico (Prats,
1996; Bourdieu, 1998; Bourdieu, 2000).
Por ello, el patrimonio cultural, en tanto correlato de la memoria
histórica, alude al acervo de bienes tangibles e intangibles socialmente
transmisible intergeneracionalmente, de los que se vale una determinada
colectividad para afrontar determinados problemas, proyectar sus aspiraciones y
metas, así como también crearse y recrearse en conformidad con las particularidades
contextuales en las que se halla inmersa (Bonfil Batalla, 1997; Molina, 2007).
Entretanto,
el esbozo del patrimonio cultural y natural, su tipología y formas de
preservación se concibe pertinente para que haya un mejor manejo de los asuntos
inherentes a la gestión cultural, en razón de la cual resulte factible un
diseño de políticas públicas tendientes a la preservación y resguardo de todos
aquellos bienes simbólicos y materiales que cimientan la conciencia colectiva
de los grupos sociales, pues tal condición garantiza la cohesión y la
integración de los más diversos actores y sectores de la sociedad (Durkheim,
1985). En sí, la salvaguarda de este patrimonio es una conditio sine qua non para afianzar el legado cultural e
histórico-social de las generaciones pretéritas y transformarlo en función de
nuestras necesidades.
PATRIMONIO CULTURAL Y PATRIMONIO
NATURAL: CONCEPTOS Y TIPOLOGÍAS
El
patrimonio cultural puede definirse como el conjunto de bienes, prácticas y
mentalidades colectivas en el que se fundamenta la solidaridad orgánica o
mecánica (en términos sociológico-durkheimianos) de una sociedad determinada, a
partir de ciertos rasgos identitarios que pautan el sentido de pertenencia de
sus miembros, por medio de los cuales se rige la acción social fundante de la
vida cotidiana. Así pues, el patrimonio constituye el acervo cultural, social e
históricamente construido por determinados sectores de la sociedad, para
atribuirles sentido y conferirles legitimidad a ciertas representaciones
colectivas que estructuran, organizan y simbolizan la vida social (García
Canclini, 1999).
En
este sentido, el patrimonio cultural se clasifica en: a) patrimonio tangible mueble,
referido al conjunto de objetos, recursos y artefactos históricos, artísticos,
tecnológicos, religiosos, etnográficos y arqueológicos que resultan relevantes
en tanto simbolizan la vida social y cristalizan la identidad cultural de un
grupo humano determinado (verbi gratia:
obras de arte, libros, manuscritos, fotografías, artesanías, etc.); b) patrimonio tangible inmueble, alusivo
al cúmulo de lugares, edificaciones o monumentos de significación para la
convivialidad y que son reconocidos como relevantes en distintos órdenes tales
como: el científico, el tecnológico, el arqueológico, el etnológico, el
histórico, el educativo, entre otros (verbi
gratia: sitios arqueológicos e históricos, paisajes culturales, conjuntos
arquitectónicos, etc.); c) patrimonio
intangible, definido como el conjunto de sistemas de creencias, saberes,
hábitos, rasgos afectivos, costumbres y puntos de vista de las gentes, que
confieren de sentido a un entorno social dado (Herskovits,1952), destacándose el
lenguaje, los cultos religiosos, la música, la costumbre, los mitos, entre
otros.
Por otra parte, el patrimonio natural
puede definirse como el conjunto de elementos, recursos y paisajes que integran
la flora y la fauna de un determinado ecosistema; patrimonio que resulta
relevante para la significación y resignificación de los vínculos afectivos de
los individuos en relación con su territorio. En fin, este patrimonio está
constituido por los monumentos naturales, los parques nacionales, las reservas
de la biósfera, entre otras formaciones físicas y biológicas, y geológicas y
fisiográficas de valor nacional o internacional excepcional (UNESCO, 2014).
BIENES CULTURALES: REQUISITOS PARA SER
DECLARADOS COMO PATRIMONIO CULTURAL DE LA HUMANIDAD
Los
bienes culturales pueden conceptualizarse como “las formas culturales tangibles
o intangibles que cada sociedad ha creado, transformado, reutilizado, y también
las que está creando en una época determinada” (Vargas-Arenas y Sanoja, 2013: 111).
Estos bienes (formas de comportamiento, lengua, utensilios, edificaciones,
sistemas de creencias, culinaria, espacios vividos…) para ser declarados como
patrimonio cultural de la humanidad deben ser únicos, irremplazables y
auténticos; y aunado a ello, deben representar una obra maestra de la creación
humana, dar testimonio de intercambio de influencias en un área cultural y
periodo determinado, proporcionar un testimonio excepcional en torno a una
tradición cultural, representar un estilo de construcción o paisaje
característico de un periodo significativo de la historia de la humanidad,
constituir un diáfano ejemplo de establecimiento humano representativo de una
cultura, y, finalmente, estar relacionado con creencias, tradiciones vivientes
u obras extraordinarias (López, 2002).
PRESERVACIÓN DE LOS PATRIMONIOS
CULTURALES Y NATURALES
Con
respecto a la preservación de los patrimonios culturales y naturales, se
concibe pertinente traer a colación que existen tres tipos de actitudes frente
al patrimonio, a saber: a) de activismo
social, en el cual los agentes involucrados se incardinan en los procesos
de toma de decisiones políticas respecto de la cuestión cultural, participando
palmariamente en su resguardo, salvaguarda y custodia, lo cual pone de relieve
un marcado sentido de pertenencia con relación a su entorno social y natural,
intrínsecamente relacionado con una actitud de empoderamiento; b) de desafección hacia lo público, lo cual
se expresa a través de sentimientos de apatía, desinterés y desapego con
respecto a las condiciones de los bienes culturales y naturales de su entorno
social circundante; y, finalmente, c) de una actitud intermedia entre el activismo social y el desapego hacia lo
público, consistente en un compromiso desprovisto de participación social
efectiva o, expresado en otros términos, de compromiso verbal que no se
sustancia en praxis social (Clarac, 1992).
Siendo
esto así, para la preservación de los patrimonios culturales y naturales es
menester coadyuvar con la generación de disposiciones actitudinales y
comportamentales marcadas por un sentido de pertenencia respecto de los
elementos materiales y simbólicos definitorios de la cultura de los grupos
sociales de pertenencia, desde una pedagogía cívico-democrática, que propicie y
suscite una concienciación antropológica y ecológica en torno a las relaciones
sociales en los diversos ámbitos de la acción comunicativa (Leff, 2004;
Habermas, 2002). Por ende, para la preservación y la salvaguarda de los
patrimonios públicos y naturales es neurálgico que se afiancen vínculos de
capital social que permitan la sinergia entre el Estado, el mercado y la
sociedad civil, bajo los preceptos paradigmáticos de la Nueva Gobernanza
(Aguilar, 2010), para tomar decisiones en materia de política cultural que privilegien
el interés general o el bien común.
En
términos reflexivos, ello pudiese materializarse mediante la práctica de una
pedagogía de la sensibilidad centrada en las necesidades e intereses del sujeto
en función de lo patémico (Hernández Carmona, 2014; Greimas y Fontanille, 2002),
que propenda a la formación de un sujeto cívico-educativo sobre la base de un
forjamiento caracterológico biófilo y ecosófico, en virtud del cual éste pueda
lograr conocerse, reconocerse y cuidarse a sí mismo en su talidad a través del
reconocimiento del otro (lo intersubjetivo y sus socialidades derivadas) y de
lo otro (el espacio físico-natural donde se desarrolla la vida, es decir, lo
ecosistémico, en el que se alojan los patrimonios culturales y naturales) en su
alteridad irreductible (Fromm, 1964; Guattari, 1996; Gabilondo, 2009). Lo clave respecto de la preservación, el
cuidado y la revalorización de los patrimonios culturales y naturales, no puede
ceñirse a la mera contemplación jurídico-positiva de determinados cánones,
preceptos y máximas en materia cultural y medioambiental, a través de la
Constitución y las leyes, sino considerando que su observancia sólo resultaría
viable a través de una cultura cívica debidamente asimilada y practicada
(González, 2007). Y dicha cultura cívica, en el marco de la conservación de los
bienes culturales, debe mostrar a los hombres las raíces de la vida social, así
como sus peculiaridades culturales, estimulándolos para la acción
transformadora (Vargas-Arenas y Sanoja, 2013).
Lo
cual es factible mediante una educación para el desarrollo sostenible que vaya
más allá de los esquemas bancario-digestivos de la pedagogía performativa
(Freire, 2008), en virtud de la cual el sujeto vincule su trasfondo
experiencial-vivencial con las condiciones socioculturales, políticas,
económicas y ecológicas de su entorno. Es decir, una pedagogía que facilite el
aprendizaje significativo sobre lo cultural (Ausubel et al., 1983).
A GUISA DE CONCLUSIÓN
Desde
una perspectiva crítica, es fundamental reflexionar en torno a las
transmutaciones de las socialidades que rigen al mundo-de-la-vida,
caracterizado recientemente por las inexorables hibridaciones que se acentúan a
escala mundial en los diversos grupos humanos, sobre todo en un mundo social
que se ha gestado como una aldea global
cada vez más interconectada e interdependiente, pues el patrimonio cultural no
puede ser abordado como una entelequia o un corpus petrificado que responde a
una lógica de lo nacional, mientras circulan semiosis propias de una sociedad
post-internacional, donde lo sustancial gira en torno a la transnacionalización
(García Canclini, 1990; McLuhan y Powers, 1995; Beck, 1998). Por tal motivo, el
patrimonio cultural constituye una problemática de interés general que demanda
consigo la participación de la multiplicidad de actores sociales a través de
formas de participación ciudadana cimentadas en el paradigma de la Nueva
Gobernanza, en el que se dé cabida a la sinergia entre el Estado, el mercado y
la sociedad civil (Aguilar, 2010).
En
este sentido, en un contexto posmoderno, es menester redefinir críticamente al
patrimonio cultural y sus usos sociales tomando en consideración las instancias
semióticas emergentes en el ámbito de la industria cultural, sobre todo en una civilización del espectáculo, habida
cuenta de que el diseño de políticas culturales ha de apegarse a constantes
esfuerzos de resemantización de las prácticas sociales en un clima pautado por
las dinámicas de la glocalización (García Canclini, 1999; Horkheimer y Adorno,
1998; Vargas Llosa, 2012). Por lo cual, en definitiva, es vital incluir las particularidades
étnicas y simbólicas de las diversas culturas en función de una ecología de saberes (De Sousa, 2012) que
propicie una educación intercultural cimentada en una democracia efectiva, cuya
ratio essendi sea el reconocimiento
del otro en todo su esplendor.
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