CULTURA
Una
de las principales aportaciones del denominado padre de la ciencia
antropológica, Edward Burnett Tylor, consiste en su definición conceptual de
cultura, que debido a su significación y amplitud hermenéutica aún ejerce un
influjo significativo en el campo de las ciencias sociales y humanas
contemporáneas, concibiéndola como “aquel todo complejo que incluye el
conocimiento, las creencias, el arte, la moral, el derecho, las costumbres y
cualesquiera otros hábitos y capacidades adquiridos por el hombre en cuanto
miembro de la sociedad” (Tylor, 1871 citado por Kahn, 1975: 29).
Por
otra parte, puede argüirse que la cultura es aquella conducta humana
condicionada e influenciada por estímulos externos, extrasomáticos y
simbólicos; por lo tanto, a la “organización de fenómenos –actos (pautas de
conducta), objetos (herramientas; cosas hechas con herramientas), ideas (creencias,
conocimientos), y sentimientos (actitudes, “valores”)- que depende del uso de
símbolos” (White, 1982: 142). Intrínsecamente asociada con esta
conceptualización es la definición construida por Lewis Binford, quien concibe
a la cultura como “la forma extrasomática de adaptación al medio de los seres
humanos” (citado por Johnson, 2000: 95).
Complementariamente,
White (1982) elucida con mayor especificidad los rasgos característicos de la
cultura entendida como un proceso: a) simbólico: su manifestación más genuina y
relevante es el lenguaje articulado, a su vez esto es consustancial a la
condición humana (el hombre es un animal simbólico al decir de Cassirer, 1968);
b) continuo, que es transmitido de un individuo a otro, de una generación a
otra a través de los procesos de socialización; c) acumulativo, pues progresiva
y gradualmente se incorporan nuevos elementos que amplían el acervo o caudal de
conocimientos, creencias o instrumentos tecnológicos; y d) progresivo, en tanto
proporciona un conjunto de dispositivos, recursos e instrumentos a partir de
los cuales se afiance el control sobre la naturaleza, en pos de proporcionar
mayor seguridad en la vida del hombre. En términos lacónicos, la cultura se
refiere a toda praxis humana generadora de sentidos en torno a la realidad. De
ahí que antropológicamente pueda definirse como
el modo de producir
(…) significados sobre el mundo y la vida, el tiempo y la sociedad, lo visible
y lo invisible, de suerte que es un modo de habérselas con las preguntas que el
hombre mismo desprende del mundo o el mundo se las propone (Hurtado Salazar,
2000: 85).
En
definitiva, la cultura transversaliza todas las prácticas sociales y abarca la
totalidad de dinámicas en el orden interaccional, ergo: pauta y condiciona las formas de ser, pensar, actuar y sentir
del sujeto. Por lo cual puede destacarse que la cultura constituye “un esquema
históricamente transmitido de significaciones representadas en símbolos, un
sistema de concepciones heredadas y expresadas en formas simbólicas por medio
de las cuales los hombres comunican, perpetúan y desarrollan sus conocimientos
y las actitudes ante la vida” (Geertz, 1987: 88).
CULTURA DE PAZ
La
cultura de paz puede definirse como el conjunto de referentes axiológicos,
cognitivos, actitudinales y comportamentales que cristaliza unos estilos de
vida fundamentados en la dignidad humana, concebida como el macroprincipio generador
de los derechos humanos existentes, cuyo propósito palmario o manifiesto
consiste en el respeto, la tolerancia y el reconocimiento del otro con miras a
la resolución de las desavenencias, conflictos y tensiones sociales a través
del diálogo, la educación y la cooperación. Su esencia responde a la imperiosa
necesidad de mitigar o erradicar los posibles escenarios de violencia física
que puedan desencadenarse de determinadas situaciones de disenso y conflicto
social.
In
nuce: la cultura de paz pedagógicamente tiende al robustecimiento de la
convivencialidad, partiendo de un ethos
comunitario, que suscita el despliegue de las potencialidades y las
manifestaciones raciovitalistas del sujeto (Maffesoli, 1997), en virtud de las
cuales pueden reforzarse los vínculos de identidad cultural signados por la
diversidad y, consecuentemente, coadyuvar con la reafirmación del sujeto en sus
facetas experiencial-vivenciales. En sí, la cultura de paz para el desarrollo
de la sociedad demanda consigo como conditio
sine qua non la transformación de los valores, comportamientos, actitudes e
instituciones en el seno de la estructura social con el objeto de fortalecer
las capacidades básicas de los individuos, garantizar sus libertades y mejorar
sus oportunidades vitales (Sen, 2000; Dahrendorf, 1983; Cabello et al., 2016).
CULTURA PARA EL DESARROLLO DE UNA
SOCIEDAD
La
cultura constituye un factor neurálgico para el desarrollo sustentable en el
sentido de que, en tanto campo social (Bourdieu, 2000), produce y reproduce un
conjunto de referentes normativos, valores, sistemas de creencias y
comportamientos en razón de los cuales se gestan los intercambios simbólicos
entre los individuos, que viabilizan la acción comunicativa requerida para la
consolidación de una democracia efectiva (Welzel e Inglehart, 2009). Y es que
el robustecimiento de las libertades civiles y de las capacidades básicas del
individuo proporcionan su incardinación y empoderamiento en los asuntos
públicos, coadyuvando con la materialización de instancias o espacios
sustentados en la libertad como modalidad que contempla la convergencia y el
consenso entre la multiplicidad de sectores, grupos y agentes sociales en la
resolución de problemas colectivos, cuyo telón de fondo no es más que la
ampliación de las oportunidades vitales (Sen, 2000; Montero, 2004; Dahrendorf,
1983).
En
este sentido, no es factible concebir un modelo de desarrollo en términos
sustentables, holísticos y complejos si no se toma en consideración un cambio
de las mentalidades, imaginarios colectivos o representaciones sociales que
inciden en la configuración de patrones comportamentales que tiendan a la
participación de la ciudadanía en los procesos de toma de decisiones y su
respectiva implementación en las instancias gubernativas (Pizzorno, 1976). Así
mismo, la funcionalidad de las instituciones del (macro)sistema social implica
la observancia del conjunto de normas reconocidas moral, social y jurídicamente
para propiciar la convivencialidad consustancial al mundo-de-la-vida; tal
asimilación y aceptación del corpus normativo, por parte de los actores
sociales, depende de la articulación de diversas estrategias y mecanismos
orientados a una cultura política cívica fundamentada en los preceptos de una
educación intercultural en términos de inclusión, igualdad y equidad.
Por
último, el enfoque cultural en torno al desarrollo pone ahínco, sociológica y
antropológicamente, en argumentaciones contrapuestas a la lógica desarrollista
y economicista de carácter unilineal, la cual asume el problema del desarrollo
como si se tratase de una temática que concerniese exclusivamente a la
consecución de criterios de eficiencia, eficacia y efectividad en la producción
de bienes y servicios, así como de su respectiva inserción en el mercado
internacional. Siendo esto así, el desarrollo va más allá de cualquier
reduccionismo, pues demanda consigo la generación de condiciones económicas,
políticas, jurídicas, culturales y psicológicas probas que impelen o estimulen
al sujeto a la participación en los procesos colectivos más cardinales para el
mejoramiento del bienestar y de la calidad de vida. De manera que puede
aducirse que la cultura para el desarrollo conlleva a priorizar los procesos de
co-producción de conocimientos que contribuyan con el mejoramiento de las condiciones
de vida, entendiendo que “el conocimiento es siempre conocimiento
contextualizado en las condiciones que lo hacen posible y de que sólo puede
avanzar en la medida en que transforma en sentido progresista esas condiciones”
(De Sousa, 2003: 33-34).
DIVERSIDAD CULTURAL
La diversidad
cultural consiste, simple y lisamente, en la multiplicidad de formas en que
simbólica, referencial y materialmente se corporeizan las sociedades y sus
respectivos grupos humanos (Val Cubero, 2017). Ahondando esta definición
sumaria, desde la perspectiva antropológica estructuralista de Claude
Lévi-Strauss, en un artículo intitulado Raza
e Historia (1971), la diversidad cultural se refiere a la heterogeneidad
consustancial a la condición humana en el que se cimienta la coexistencia de
dos tendencias, dinámicas o procesos contradictorios: la primera relativa a la
condición de interculturalidad insoslayable de toda estructura social, en tanto
en cuanto las culturas existen sólo si se interrelacionan con otras culturas, y
la segunda atañe al socavamiento o la erosión de tal interculturalidad derivada
de la dialéctica social, tomando en consideración la dicotomía nosotros-ellos.
Por ende, para Lévi-Strauss la diversidad cultural es un hecho natural e
incuestionable de la humanidad.
En
concreto, la diversidad cultural de una sociedad se gesta en función de
los caracteres
particulares del medio que la rodea, los imprevisibles significados que escoge
para dar a tal o cual acontecimiento de su historia, tal o cual aspecto de su
hábitat, entre todos aquellos que ella hubiera podido retener para conferirles
un sentido (Lévi-Strauss, 1984: 126).
EDUCACIÓN INTERCULTURAL
La
educación intercultural pedagógicamente pretende propalar o develar todas
aquellas relaciones de poder-saber que, en el contexto de una semiosis
hegemonizante, subyugan y aherrojan al otro, poniéndose patente a través de
“prácticas, representaciones y actitudes que no permiten a todos los grupos de
la sociedad tener las mismas oportunidades y posibilidades de desarrollo pleno
y promocionar dentro de la escuela actitudes, actividades y acciones que
enfrenten esta situación” (Walsh, 2005: 33).
Aunado a ello, se trata de un
enfoque educativo que se sustenta en el respeto de la diversidad cultural, en
tanto elemento definitorio de la condición humana (Arendt, 1997) cuyo sustratum versa en la inclusión y la
integración sociales de los distintos grupos étnicos y de sus singularidades
lingüísticas y culturales, con la finalidad de coadyuvar con el desarrollo
pleno de la personalidad de los sujetos, es decir de sus capacidades básicas
(Sen, 2000), mediante una intervención tanto formal como informal, de carácter
holístico y complejo, que posibilite la gestación de una estructura de
oportunidades en términos equitativos y en condiciones de igualdad (Sáez,
2006).
Finalmente,
el sustrato epistemológico-pedagógico de la educación intercultural gira en
torno a la decolonialidad del poder/saber
(Quijano, 2014), condición de dominio político-cultural en los que se enmarcan
los problemas de la contemporaneidad. Los cuales están dictaminados por los
patrones de la hegemonía del capital, donde destacan la racialización y la capistalizaciónde las relaciones sociales de acuerdo con la lógica del eurocentramiento.
FOLCLORE
Desde
una perspectiva antropológica, el folclore puede definirse como el conjunto de
materiales culturales aislados, preservados, inveterados y transmitidos
oralmente a través de canales no institucionales y tradicionales, cuyo
propósito gravita en torno al afianzamiento de la cohesión social sobre la base
de unos vínculos identitarios que se gestan a partir de un trasfondo
epistémico, es decir, una cosmovisión (Weltanschaaüng)
que ha persistido espaciotemporalmente. Bajo este enfoque, esta
conceptualización se asocia mayormente a las particularidades de las sociedades
premodernas y analfabetas o campesinas (Mills, 2000).
En este sentido, se pone de relieve
la impronta y el influjo del nacionalismo romántico cuando se destaca que
la comunidad popular
se convirtió en reserva de una lengua vernacular y de un supuesto caudal de
conocimientos o creencias indígenas compartidas, a menudo poéticos,
imaginativos o espirituales en su contenido y generalmente transmitidos por los
miembros de la comunidad (Ibíd: 285-286).
Siendo esto así, la vida folclórica
es el resultado de la convergencia de las artes verbales, el costumbrismo y los
rituales; bagaje cultural orientado a la preservación de determinadas prácticas
y representaciones sociales ante las tendencias corrosivas del cambio social
concernientes a la racionalidad fundante de la lógica de la Modernidad,
caracterizada por su instrumentalización y reificación de lo social (Morin,
2000; Adorno, 1991; Marcuse, 1980). Lacónicamente, Galimberti (2002) aduce que
el folclore alude a un “complejo de costumbres y creencias típicas de una
cultura” (p. 513). Por ende, condensa un sistema de creencias y de formas de
leer al mundo social que fundamenta las producciones culturales de un
determinado grupo humano.
En fin, sociológicamente el folclore
comprende un cúmulo de representaciones, usos y convenciones sociales que
cultural e históricamente reflejan el sentido de pertenencia de los individuos
con respecto a elementos simbólicamente relevantes de su memoria histórica, a
partir de los cuales se han moldeado los marcos que rigen el funcionamiento de
los grupos sociales primarios (de pertenencia). De manera que los usos sociales
(folkways) constitutivos de la vida
folclórica se refieren, simple y lisamente, a “la práctica convencional,
considerada apropiada pero sobre la que no se insiste; [motivo por el cual] la
persona que se desvía puede ser vista como excéntrica” (Chinoy, 1971: 39-40).
Y, por su parte, antropológicamente, la vida folclórica conforma un complejo
cultural, habida cuenta de que representa “un conjunto funcionalmente integrado
de rasgos culturales que persiste como una unidad en el espacio y en el tiempo”
(Giner, 1979: 80). Por tal motivo, el uso del material folclórico resulta asaz
relevante para el psicoanálisis por cuanto proporciona una trama de elementos
simbólicos cuyos significados han de ser dilucidados (Freud) o para comprender
los arquetipos del inconsciente colectivo (C.Jung) (Galimberti, 2002).
IDENTIDAD CULTURAL
La
identidad cultural hace referencia al conjunto de rasgos
simbólico-referenciales a través del cual se define el sentido de pertenencia
de los individuos en relación con su entorno físico y social circundante;
espacio donde se reconoce históricamente la pluralidad de actores, grupos y
sectores sociales. En sí, la identidad cultural sólo existe a partir de la
memoria, así como también de las representaciones sociales y las narrativas en
las cuales se fundamenta hermenéuticamente, cuya refiguración y resignificación
responde a un mecanismo de adaptación a las dinámicas de cambio social.
Siendo esto así, la identidad
cultural es indisociable de la memoria colectiva, la cual puede definirse como
“la selección, interpretación y transmisión de ciertas representaciones del
pasado a partir del punto de vista de un grupo social determinado”
(Montesperelli, 2004: 14-15). Tales representaciones que integran el imaginario
colectivo son el resultado de la transmutación de los sistemas de creencias y
valores, los rasgos lingüísticos y los mecanismos de comunicación que fluyen en
el entramado social, permitiéndole configurar sus lógicas de sentido por medio
de las cuales los sujetos leen, interpretan y narran sus trasfondos
experiencial-vivenciales.
Finalmente, desde una perspectiva
hermenéutica, Paul Ricoeur (1984) aduce que “gran parte de la identidad de una
persona, de una comunidad, está hecha de estas identificaciones-con valores,
normas, ideales, modelos, héroes, en los que la persona, la comunidad, se
reconocen. El reconocerse-dentro de
contribuye al reconocerse-en (…)” (p.
116).
INTERCULTURALIDAD
La
interculturalidad se define por “el esfuerzo de comunicarse e interrelacionarse
entre individuos, grupos y saberes culturalmente diferentes y de cooperar en
forma solidaria” (Walsh, 2005: 34). Sin embargo, de acuerdo con Grimson (2011),
interculturalidad es un concepto heurístico
que “no significa que haya culturas homogéneas en contacto; antes bien,
permite revelar las intersecciones múltiples entre configuraciones culturales”
(p. 191). De esta definición sucinta queda suficientemente claro que la interculturalidad
consiste en la convergencia o el concierto que se da entre distintos grupos
sociales con variados rasgos culturales con el fin de reconocerse, en pos de la
resolución pacífica y consensuada de las desavenencias o problemas colectivos, conditio sine qua non para la
convivencia entre los diferentes; por tal motivo, para el logro de tal
convergencia es neurálgico la implementación de una pedagogía que didáctica,
curricular y fácticamente propicie una educación intercultural.
Así
pues, la educación intercultural se halla inmersa, se teje y está permeada por
las dinámicas de glocalización (Beck, 1998), definidas por una mixtura entre
los conocimientos pautados por la lógica de la globalidad y los saberes y
prácticas locales, a partir de las cuales es posible moldear una pedagogía que
propenda a la identificación y el reconocimiento del otro en su talidad. Por lo
tanto, la educación intercultural constituye una ruptura respecto de los
prejuicios y estereotipos en torno al otro, para así construir redes sociales
que permitan el afianzamiento de las relaciones intersubjetivas, sustanciando
de tal manera formas de socialidad sustentadas en lo dialógico, es decir, la
acción comunicativa (Habermas, 2002).
En
este sentido, la interculturalidad implica un clima psicosocial que propicie
una ecología de saberes (de Sousa, 2012), que coadyuve significativamente con
la ampliación del acervo cultural en torno al universo social y al
mundo-de-la-vida. Por consiguiente, la comprensión
del otro y la convivencialidad con el
otro sólo es factible por medio de la reafirmación del sujeto a nivel
identitario, tanto “ipse” como “ídem” (en términos de Paul Ricoeur); lo cual
puede traducirse como el reconocimiento del otro en aras de concretizar un
entendimiento con él.
PLURICULTURALIDAD
La
pluriculturalidad puede definirse como la cualidad que tiene una sociedad
fundamentada en el reconocimiento del otro en su alteridad irreductible e
inalienable (Gabilondo, 2009) que se genera entre los grupos sociales
dominantes y las minorías, asumiendo las diferencias étnicas y lingüísticas
existentes como factores culturalmente nutricios para los actores sociales
(Hamel, 1998). De igual manera, puede argüirse que la pluriculturalidad hace
referencia a la heterogeneidad social etnohistóricamente configurada en función
de la convivencia de diversos actores, grupos y sectores sociales con rasgos
culturales disimiles, a partir de la cual se conforma una totalidad nacional en
un territorio determinado (Walsh, 2005).
TECNOLOGÍA PARA LA PAZ
Puede
definirse en un sentido prietofiguereano que, bajo la perspectiva del humanismo
democrático, la tecnología para la paz consiste en un conjunto de dispositivos
que respondiendo a una racionalidad sustancial y, por lo tanto, preconizando la
dignidad y la autenticidad del sujeto, facilita y potencia los procesos de
enseñanza-aprendizaje y de mediación intersubjetiva en torno a la resolución de
ciertos y determinados conflictos colectivos. De modo tal que no se asume una
apreciación negativa respecto de la tecnología, interpretada como un mecanismo
supeditado a una racionalidad instrumental en la que el sujeto deviene en mero medio
para la consecución de determinados fines, sino que se valoriza su relevancia
para “formar hombres integralmente capacitados para el desempeño útil dentro de
las colectividades (…)” (Prieto Figueroa, 1951 citado por Zuleta, 2007: 177).
TRADICIÓN
La
tradición puede definirse como una forma de categorización social que expresa
la connotación de un conjunto heredado de rasgos inherentes al sistema de
creencias, experiencias y comportamientos, al cual se adscriben determinados
grupos sociales en el presente con el propósito de conferir valor agregado al
futuro. Siendo esto así, la tradición, semióticamente, objetiva una lógica de sentido
que a su vez es subjetivada por el hombre en tanto corporeidad patémica
(Greimas y Fontanille, 2002; Hernández Carmona, 2013), y cuya particularidad
estriba en que es el resultado de una impronta cultural de las generaciones
pretéritas que influencia el desarrollo de las socialidades de las generaciones
del presente y del futuro. Así mismo, la tradición se puede conceptuar como una
estrategia social que se despliega en el terreno del imaginario colectivo en
pos de solidificar los lazos o rasgos identitarios de un grupo social.
Aun
cuando autores como Franz Boas conciban que la tradición conceptualmente es un
sinónimo de cultura, es menester elucidar desde una perspectiva actualizada que
ésta hace referencia al “imperativo en la vida social o forma en que el
presente interpreta y caracteriza al pasado con la mirada puesta en el futuro”
(Feintuch, 2000: 650). Compendiosamente, la tradición es el correlato de un
patrimonio cultural transmisible de generación en generación y que reviste de
sentido e historicidad a determinados rasgos del complejo cultural en el que se
cimienta la estructura social.
En
este sentido, la tradición responde a un proceso de normativización de
determinados marcos de acción social o patrones comportamentales, con base en
unas funciones manifiestas y latentes (en el sentido sociológico funcionalista)
que gravitan en rededor de la preservación de unos bienes culturales que
resultan cardinales para la cohesión social. Así, se considera oportuno
resaltar que “(…) el decir que algo es tradicional responde a un acto de
interpretación, de selección y denominación de imponer orden en un modo de
hacer social disperso” (Feintuch, 2000: 651). Bajo una perspectiva
hermenéutica, la tradición es un elemento significante que constituye una
matriz epistémica que condiciona todo proceso de comprensión (verstehen en términos weberianos). Por
consiguiente, la tradición representa la base de la disposición pre-comprensiva
(Galimberti, 2002).
En
definitiva, la esencia de la tradición estriba en que a partir de ella se
fragua, conforma y moldea la conciencia histórica, así como la multiplicidad de
voces en que se sustenta (Gadamer,
1977); sustrato sociocultural que determina los modos de ser, pensar, actuar y
sentir del sujeto. Para elucidar con mayor idoneidad y profundidad dicho
sustrato sociocultural, es conveniente explicitar en términos
etnopsicoanalíticos que:
El ambiente cultural
interviene de manera decisiva sobre todo para determinar cuáles son las
pulsiones y fantasías que serán actualizadas por medios culturales, cuáles se
expresarán indirectamente en forma de substitutos actualizados solo de manera
subjetiva, y cuáles, en fin, permanecerán en el nivel inconsciente y serán
desechados en forma de material reprimido (Devereux, 1975: 76).
TRANSCULTURACIÓN
La
transculturación es el proceso mediante el cual una sociedad asimila e
incorpora los elementos culturales, de índole material y simbólico, propios de
otras sociedades. A propósito de esta conceptualización es menester diferenciar
metodológicamente entre difusión, referida al proceso de “transmisión cultural
conseguida”, y transculturación, atinente a la “transmisión cultural en marcha”
(Cfr. Herskovits, 1952: 567).
Desde la perspectiva antropológica
funcionalista de Bronislaw Malinowski, inserta indubitablemente en una
perspectiva colonialista (Richards, 1970; Harris, 1996), ergo, euroccidentalista (Contreras Natera, 2014), la
transculturación se asume como un proceso de cambio social en el cual se
produce “un impacto de una cultura activa y superior sobre otra más sencilla y
más pasiva” (Malinowski citado por Herskovits, 1952: 570). No obstante de tal
carga epistémicamente etnocéntrica, la antropología de Malinowski concebía
medular el estudio minucioso de los valores fundantes de los pueblos ágrafos
desde sus propias particularidades socioculturales.
Por su parte, el primero en acuñar
el concepto de transculturación, Fernando Ortiz (1987), en su obra: Contrapunteo cubano del tabaco y el azúcar,
arguye que a través de este constructo se planteó sustituir la jerga
sociológica imperante en su contexto, para así elucidar ciertos procesos
sociales y culturales desde la etnografía sin recurrir para tal al concepto de
aculturación, habida cuenta de que la transculturación abarca también otros
procesos a saber: la desculturación,
consistente en el desarraigo o pérdida de los referentes sociales de una
cultura precedente; y la neoculturación,
entendida como la emergencia de nuevos fenómenos y procesos culturales
(Herskovits, 1952). En este tenor, la transculturación elucida más
adecuadamente el proceso transitorio de una cultura a otra sobre la base de la
complejidad (Ortiz, 1987).
Finalmente,
los procesos de transculturación se hallan intrínsecamente ligados a los de
hibridación, es decir a la imbricación y el sincretismo que se genera entre
diversas manifestaciones socioculturales, y a partir de las cuales surgen
nuevas prácticas, mentalidades, objetos y estructuras. Ello, desde luego, con
el propósito palmario de coadyuvar con el mejoramiento de las formas de
traducir el mundo, para que éste se torne más convivible en el marco de las
diferencias inexorables (García Canclini, 1990). Lo cual justifica la
construcción de lógicas de sentido epistemológicamente estructuradas, así como
también de abordajes fundamentados en una etnografía multisituada (según la
perspectiva de George Marcus) que den cuenta en torno al contexto actual
signado por la globalización, en el que lo transcultural y lo transnacional,
insertos en la configuración de una sociedad post-internacional (en los
términos de James Rosenau), constituyen rasgos fehacientes de la nueva realidad
social (Beck, 1998; Stallaert, 2017).
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Observación: estas apuntaciones sociológicas y antropológicas son el resultado de reflexiones que se han suscitado en los diversos seminarios que he cursado en el Doctorado en Educación (ULA), el Doctorado en Antropología (ULA) y en la Maestría en Desarrollo Regional (ULA), así como también en las actividades docentes que he desempeñado en las áreas de Metodología de la Investigación y Sociología en el Núcleo "Rafael Rangel" de la Universidad de Los Andes (Trujillo, Venezuela). Aunado a ello, las discusiones desarrolladas en el Laboratorio de Investigaciones Semióticas y Literarias (LISYL-ULA) han resultado fecundas para nutrir mis capacidades hermenéuticas.
Publicado el 19 de febrero de 2021 a las 3:41 p.m.