Algo que
todo politólogo debe asumir en el ejercicio genuino de su oficio es que la
política -en tanto manifestación de acción social, en términos weberianos- se
define sobre la base de la ubicuidad,
que en sí repercute en los demás ámbitos de la vida social (lo económico, lo
cultural, lo jurídico, incluyendo lo psíquico).
Por lo
tanto, las prácticas, las dinámicas y las interacciones sociales ponen de
manifiesto los rasgos, las condiciones y los condicionantes definidos desde las
estructuras de dominación por medio de la estructuración de los discursos de
poder (Foucault), por parte de un entramado institucional que está bajo el
dominio de unas élites (Wright Mills, Cf. Neomaquiavelianismo: Elitismo
sociológico de Pareto, Mosca y Michels).
En este
sentido, cabe destacar que el punto neurálgico sobre el cual giran en torno las
dinámicas sociales es la política, debido a que ésta representa y constituye el
subsistema social, cuya función está orientada a la dirección de los asuntos
colectivos mediante la asignación
autoritativa de valores (en términos de David Easton).
Ello
denota que desde la política, en el ámbito de la esfera pública, se
reconocen y definen los principales problemas sociales, sobre los cuales se
configura una agenda, en virtud de los cuales se formulan e implementan ciertas
y determinadas decisiones (políticas públicas) tendientes a su resolución o
atenuación significativa.
Por otra
parte, la política implica, naturalmente, disensos o conflictos cuya
mitigación es viable si y sólo si mediante mecanismos
institucionales/procedimentales dialógicos: el consenso. De allí se destaca la
relevancia de la política democrática que va más allá de la etérea y estéril
definición que la concibe como "gobierno del pueblo y por el pueblo"
o como un reducto procedimental meramente electoral, en el que hay un uso
equívoco de las categorías sociopolíticas en cuanto a su rigurosidad y
sistematicidad. ¡El politólogo ha de ser sumamente cauteloso con la
terminología empleada en sus elucidaciones! Su logos se funda en una episteme y no en la doxa.
He allí
la relevancia de la “imaginación sociológica” (Wright Mills) o el “pensar
sociológicamente” (Zygmunt Bauman), cuya ratio se define en función del refinamiento de los conocimientos
proporcionados por el sentido común –en tanto fuente no científica del conocimiento,
de acuerdo con Anthony Giddens- o del depurar y evitar lo especulativo que está
intrínsecamente vinculado con la “sociología espontánea” (Bourdieu).
De modo
breve y sumario, es menester concebir a la política metafóricamente como el dios
Jano –tal como lo aprendí en mis lecciones iniciales de “Introducción a
la Ciencia Política”-, ya que ésta se expresa de modo bifurcado: en primer
lugar proyecta lo consensual y lo dialógico; y, en segundo lugar, lo
conflictual y lo disensual. Reconociendo así, fundamentalmente, que la
erradicación plena de lo conflictual generaría consigo la desaparición de la
política y lo político en tanto praxis humana. Y yo trascendería esa aseveración:
la erradicación de lo conflictual a cabalidad implicaría la erradicación de lo
humano, ¿o acaso una de las facetas de lo humano no es lo conflictual? Lo
conflictual sólo puede atenuarse a través de la instauración de determinadas
normas sociales institucionalizadas moral y jurídico-políticamente.
Así pues, dejemos de eludir lo ineludible en el marco de las relaciones sociales: la política.
Así usted
no lo quiera, la política y lo político se pondrán de relieve en su
cotidianidad…
En definitiva: politólogo que se esfuerce en poner patente una postura tendiente a la
despolitización, y que inclusive avale los enunciados discursivos inherentes a
la antipolítica, no ha de ser considerado como politólogo. ¡Eso es otra cosa menos un politólogo!
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